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Su familia era pobre, fue uno de los pocos hermanos que pudo estudiar gracias al esfuerzo de su hermano mayor. Estudió con juicio, trabajó igual, se apasionó profundamente por el derecho penal y muy pronto se destacó como litigante y como profesor. Fue gobernador de Antioquia (e), rector de la Universidad de Antioquia, rector de la Universidad Nacional y magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Siempre defendiendo las ideas liberales en Antioquia, con todo lo que eso significa. Crecí sin entender la magnitud de su vida, de su legado.

Un día, mientras viajaba en un avión de Bogotá a Medellín me tocó al lado de un señor un poco mayor y muy conversador. Me preguntó muchas cosas, le conté que estudiaba derecho, él era abogado. De alguna forma le terminé diciendo el nombre de mi abuelo y en ese instante toda la conversación cambió, empezó a llorar emocionado recordando sus clases, sus libros, su forma de ser. Era un gran maestro, me dijo. En la universidad me crucé con varios profesores que fueron sus alumnos y veía, un poco deslumbrado, como les brillaban los ojos, se detenían para hablarme de él, citaban en sus clases los textos que escribió y lo definían, nuevamente, como un gran maestro.

Recuerdo cuando le conté, sentados en el corredor donde siempre estábamos, en la silla en la que siempre se sentaba, al frente de la pequeña fuente en la que solía poner alimento a los pájaros, rodeado de su familia, las cosas que me pasaban al mencionar su nombre en un contexto académico y no puedo olvidar como con voz temblorosa y acompañado de lágrimas que salían por sus ojos, cada vez menos funcionales, que lo único que había querido siempre era dejar un nombre para su familia. Y lo logró, recuerdo la tristeza de mis profesores al enterarse de su muerte, recuerdo las reflexiones emotivas y las palabras de aliento.

A su lado, todos esos años, estaba mi abuela, una mujer de esa época. Enfermera, religiosa, mamá dedicada, resignada al machismo de sus tiempos, diría yo. Pendiente de todo, preocupada por la familia, ha sabido seguir sin él desde el 23 de junio de 2005. El tiempo, el cansancio y la vida le empiezan a pesar mientras la familia se reúne después de varios años para celebrarla a ella. Verla presente y ausente me recordó el momento exacto en el que mi abuelo se emocionaba al conocer el alcance de su legado.

Juntos compraron una finca en Envigado en donde tuvieron algo de ganado y de café. Con el paso del tiempo, a cada hijo que se iba casando le regalaron un pedacito del lote y lo ayudaron a construir la que sería la casa de sus familias. 26 años viví ahí, a pocos metros de mis primos, rodeado de árboles a los que llegaban con su descomunal estruendo las guacamayas que vuelan desde hace mucho por Medellín, de patos, de perros, de balones, bicicletas, patinetas y, por supuesto, del salpicón de la casa de los abuelos. Pasé de montar a caballo de palo en potreros imaginarios a los trabajos en equipo de la universidad, a las fiestas propias de esa edad, siempre viendo la casa de los abuelos cada vez que abría mi ventana. Esa casa resume de forma perfecta su vida y su legado, ahí está el origen de mi sangre política y, tal vez, el origen de mi convicción de defender siempre la libertad.

La casa 113 es mucho más que un lugar en donde viví es, ante todo, mis abuelos.

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