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Al trabajar en una Universidad hay una tentación constante de encerrarse en el mundo de las discusiones disciplinares y cerrar la frontera al exterior de “la academia”. Centrarse en preparar y dar clase, adelantar investigaciones internas con pocas perspectivas de aplicación en la vida de todos los días y publicar artículos y libros para que solo un pequeño círculo los lea. Máximo, asistir a un congreso sobre el tema en el que uno trabaja, pero de nuevo, asistido por el mismo pequeño grupo donde la discusión disciplinar ocurre. La calle, entendida como lo que pasa en el mundo real, se mira por la ventana del carro o el taxi, en el recorrido de la casa a la universidad y de vuelta.
Es una tentación que en muchos casos se hace realidad. Muchos profesores docentes e investigadores en Colombia dedican sus esfuerzos a retroalimentar un sistema que en ocasiones puede premiar este encierro y que al final, priva a los profesores de salir a la calle y a la calle, de encontrar beneficios en el trabajo de los profesores. Es un encierro tan común que despierta recelo en muchas personas. Una opinión común sobre la “academia” es que se preocupa solo por sus propios problemas. En las conversaciones de Tenemos que hablar Colombia las universidades aparecían con altos niveles de confianza, pero se les reconocía mucha menos influencia en los asuntos públicos y en muchas propuestas hechas por los ciudadanos se les reclamaba que salieran de sus burbujas. Que se untaran de calle.
La academia debe salir a la calle por muchas razones, pero resaltemos dos. La primera es por un sentido mínimo de responsabilidad con la sociedad. La división de trabajo que supone la posibilidad de que miles de personas dediquen sus días a la docencia e investigación implica que, por un lado, muchos profesores son responsables de la formación efectiva de millones de colombianos, y por el otro, que la manera cómo dedican su tiempo de investigación puede ampliar las oportunidades de encontrar mejores soluciones a los problemas que enfrentamos. La segunda razón es más práctica y supone un reconocimiento -que en ocasiones ni los mismos académicos hacemos- de que tenemos cosas relevantes por hacer y decir, independiente de lo “impráctica” que parezca nuestra área de trabajo. La parcial ausencia de la academia de la discusión pública le quita mucho conocimiento a los debates y puede reducir las opciones posibles para abordar problemas públicos.
Y escribo esto pensando en una reciente polémica -que no vale la pena detallar mucho- respecto a lo que pasa con las agendas de humanidades. Trabajo en la Escuela de Artes y Humanidades de la Universidad EAFIT; estoy convencido de la potencia que un proyecto humanista robusto tiene para una institución que se preocupa por su contribución al bienestar del país. No es conveniente imaginar una formación empresarial que no tiene en cuenta la ética o una promoción del emprendimiento que desconoce las complejidades de la historia nacional o una disposición a los negocios que se olvida de las implicaciones culturales de sus acciones. Pensar que se puede, pero, sobre todo, que es deseable, separar a las preguntas humanistas de las pretensiones de la actividad económica es de una inocencia tan grande que resulta peligrosa.
Otra razón más para una academia, y en este caso para un proyecto humanista, que sale a la calle. Precisamente eso es en lo que anda EAFIT. Su apuesta por Centros de pensamiento e incidencia que le ponen los pies fuera del campus, por agendas de investigación que responsan preguntas a problemas urgentes y promueven la generación de opinión en sus profesores son evidencia de las maneras en las que una universidad puede salir a la calle. El Centro Humanista, presentado hace algunas semanas a la ciudad, está en el primer renglón de esta idea de llevar ese proyecto a la calle.
Y una vez afuera, nuestro compromiso también es no volvernos a encerrar.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/