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Recuerdo mi ilusión durante años por conocer Israel, enmarcada en mi pasión por viajar, pero con profundas raíces en el dolor del Holocausto y la admiración por las mentes judías brillantes de mis lecturas. Recuerdo el cruce de esa frontera compleja, una de las más difíciles que he atravesado: entré por tierra, por el sur, desde Áqaba, en el desierto de Wadi Rum en Jordania, para llegar a Eilat, junto al mar Rojo. Había que cruzar la frontera caminando, arrastrando las maletas en un calor infernal (esa noche un termómetro en el centro de Eilat marcaba 48 grados centígrados). Y en ese calor infernal, perdiendo minutos que eran oro para mí, tuve que esperar hora y media, mirando la cara de general de una oficial de inmigración que no entendía por qué mi pasaporte tenía tantos sellos de países árabes y musulmanes. Llegué a pensar que mi viaje a Israel había terminado antes de empezar y que no me dejarían entrar. Sudando, le expliqué mi itinerario, tuve que describirle detalles de las mezquitas que para mí eran solo una expresión bellísima del arte (y de la humanidad) y responderle que no, que nadie había tratado de convertirme al Islam (¡!). Finalmente crucé con la certeza de que nada en Israel sería un chiste.
Recuerdo la fascinación de ese viaje, venía de Egipto, Líbano y Jordania. Recuerdo extasiada a Jerusalén, con sus mezquitas y sinagogas, la ciudad vieja con sus barrios cristiano, judío, armenio y musulmán, sus jacarandas florecidas violeta, sus mercaditos y cervezas y cultura vibrante, el hambre ante los restaurantes y tiendas cerrados durante el Sabbat, la profunda belleza de sus olivos, los túneles subterráneos del acueducto por los que caminé con el agua por encima de las rodillas en absoluta oscuridad y pasando por puntos tan angostos que no podía extender los brazos, enfrentando mi pavor al encierro porque sentía que estaba acariciando la historia. Recuerdo las playas alucinantes y transparentes en pleno Tel Aviv, en donde caminaban hombres y mujeres jóvenes con fusiles al hombro. Recuerdo pensar estoy en Belén, en Jericó, en el Mar Muerto. Recuerdo las carreteras curvilíneas entre montañas y olivos, junto a muros cuya profundidad —eso que dividen— jamás alcanzaré a dimensionar. Recuerdo el color dorado de los Altos del Golán, ese lugar fascinante lleno de cultivos exóticos en terrenos desérticos y jardines de todos los colores en los kibutz (en el que dormí me advirtieron que no entrara a los viñedos porque había víboras, eso no lo podré olvidar). Las montañas por las que me guio Eliécer, un hombre viejo, gruñón y maravilloso que me enseñó mucho más de lo que pude imaginar, que me llevó a sitios representativos de las distintas guerras y me leyó poesía bajo la sombra de un árbol agarrándose el corazón, con el que me paré en la frontera contemplando el idéntico polvero en el que la misma tierra ya era Siria o ya era Jordania, y en donde oímos explosiones no muy lejanas, con el que fui a conocer el mar de Galilea y los nacimientos del río Jordán. Israel alucinante e imposible sin su riqueza histórica y cultural. País del que me fui decidida a volver y que ahora no sabría cómo pisar.
Hoy es difícil pensar en volver porque la tierra está inundada de sangre. Mi viaje no estuvo exento de contradicciones dolorosas: el museo Yad Vashem, esos muros que impiden una vida normal a millones, caminar entre fusiles como si fueran botellas de agua y la manera en que, por ejemplo, opera la autoridad israelí en la ciudad vieja de Jerusalén. Son décadas de un país disfuncional habitado por pueblos que han sufrido demasiado. Pero yo veía toda esa vida y conservaba alguna esperanza. Lamentablemente, como dijo el editorial del diario El País, “las guerras transforman siempre a quienes las libran. Con mayor razón cuando se desborda claramente el derecho a la legítima defensa y son confusos los objetivos, como es el caso de Netanyahu, con problemas judiciales, y de los partidos extremistas motivados por su proyecto racista e ilegal del Gran Israel. Con la imposición de la fuerza, el país que surgirá dejará de pertenecer al grupo de las democracias liberales con el que siempre se le ha identificado desde Europa”. La esperanza está rota.
Esta columna es, además de para insistir en el dolor de Palestina (y del Líbano), para agradecer la existencia y la valentía del diario israelí Haaretz que, a pesar del acoso por parte del Gobierno de Netanyahu, resiste denunciando el horror y todo lo que está mal desde hace tantos años en Israel. Dijo su director, Aluf Benn, en una entrevista en El País: “Nosotros creemos que cuando uno ve cometer crímenes de guerra o sospecha que se cometen, tiene la obligación de alzar la voz en el momento en que se producen en lugar de esperar a que la guerra termine o, como suelen hacer nuestros colegas, pasar por alto estas violaciones, minimizarlas o tratar las críticas externas a Israel como una difamación antisemita”. ¿Aquello de llamar antisemita a todo el que condene el genocidio de Gaza, incluidas la Corte Penal Internacional, la ONU y Amnistía Internacional, probará su absurdo llamando también antisemita a un diario israelí del nivel de Haaretz?
“Desde la invasión de Crimea en 2014, esa misma militarización se ha apoderado también de Rusia. Las escuelas rusas entrenan hoy a los niños pequeños para ser soldados. La televisión anima a los rusos a odiar a los ucranios, a considerarlos infrahumanos”, escribe Anne Applebaum, y brilla inmediatamente Israel en el espejo, pues hace exactamente lo mismo con sus niños y jóvenes en relación con los palestinos.
Hay que intentar identificar la semilla de esa violencia que hace mucho dejó de tener que ver con el dolor pasado y se ha convertido más en unos derechos incuestionables que exigen quienes se dicen elegidos por dios, superiores a toda ley y humanidad. Nada apunta a que esa semilla tenga que ver con el pueblo judío. Todo apunta al sionismo. Escribió Antonio Muñoz Molina: “Un querido amigo ya muerto, el escritor Aharon Appelfeld, que a los ocho años se había visto huérfano y perdido en esas zonas del este de Europa que Timothy Snyder ha llamado las ‘tierras de sangre’, me contó que los supervivientes de los campos, cuando llegaban al Israel recién fundado, eran vistos con desprecio por los pioneros sionistas que lideraban el nuevo país: machos guerreros, fortalecidos por la intemperie, la disciplina espartana, reacios al intelectualismo afeminado de los judíos cosmopolitas, pálidos habitantes cobardes de los cafés europeos”. Esa actitud de machos guerreros es la que vemos en los abundantes videos de soldados israelíes celebrando los muertos, las casas y escuelas destruidas en Gaza.
Qué difícil evocar los jardines brillantes y las jacarandas estallando en violeta y las montañas de hierba dorada sin ver olivos centenarios talados y ríos de sangre.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/