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Las cifras de niñas, niños y adolescentes que viven la guerra en sus propios cuerpos a causa del reclutamiento forzado, reflejan la fragilidad del Estado colombiano para garantizar la protección de su tesoro más preciado: la infancia.  Más de 14 mil menores han sido reclutados y reclutadas en el país según los reportes que documentan esta práctica desde el año 2000. De ese grupo, se estima que más de 6.500 niños, niñas y adolescentes se desmovilizaron. De la última cifra, cerca de 3000 pertenecían a las FARC.

Los reportes se van sumando en lo que va del siglo XXI, y fue solo hasta el 2007 que se creó un órgano intersectorial, conocido como CIPRUUNA, para atender la situación. Pero fue solo hasta cumplir la primera década del siglo que el Conpes 3673 de 2010 reglamentó una estrategia nacional, y que vio sus primeros pasos casi 10 años después en el 2019 cuando fue aprobada la línea de política pública. Dos décadas se han tomado los gobiernos para organizar acciones a fin de proteger a la infancia y la adolescencia del terror de la guerra en sus vidas.

El drama está extendido por todo el territorio nacional. El Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo indica que 29 de los 32 departamentos del país reportan riesgo de reclutamiento, y las zonas más afectadas lo constituyen 104 municipios, principalmente en las regiones de  la Amazonía en el Bajo Putumayo y Caquetá;  la región Andina en el norte de Antioquia, Catatumbo, sur de Tolima, y ciudades principales como Bogotá D.C. y Medellín; en el Caribe en la Serranía de San Lucas, Sierra Nevada de Santa Marta, Urabá y cuenca del Sinú; del Pacífico en Chocó, Buenaventura, costa meridional nariñense y sierra occidental caucana y en la región Orinoquense como en la cuenca del Guaviare, Ariari – Guayabero, cuenca del Arauca y la cuenca del Manacacías.

Esta afectación que viola los derechos de menores se le denomina reclutamiento, uso, utilización y violencia sexual (RUUV) contra niños, niñas y adolescentes.

La diferenciación en cada uno de los términos que acuñó el Conpes 3673 de 2010 para la creación de la estrategia nacional de prevención del RUUV, describe las distintas formas en que la infancia y la adolescencia son cada vez más vulneradas en medio de la presencia de grupos armados organizados, grupos delincuenciales, BACRIM, guerrillas y paramilitares.

Por un lado, el reclutamiento da cuenta de las acciones que sustraen a menores de sus hogares, les separa de su familia y les somete al entrenamiento militar, al uso de las armas y a acciones de fuego cruzado, lo que se denomina por la Corte Internacional de Derechos Humanos como las y los niños soldados.

Por otra, el uso y utilización se relaciona con las otras actividades que involucran a menores, sin que les separen de sus entornos familiares ni comunitarios, por ejemplo, en funciones de espionaje, traslado de armamentos, drogas o medicamentos, cuidado de enfermos, labores de inteligencia, proselitismo y otras formas de explotación laboral y sexual. Los conceptos se diferencian porque el uso es perpetrado en las zonas urbanas por grupos armados organizados y BACRIM; y la utilización principalmente en las zonas rurales en mayor medida por grupos de guerrillas, paramilitares y sus disidencias.

Las formas de captación van desde las más sutiles hasta las más agresivas. En unas, quien recluta puede incluso seducir para ganar la confianza de una comunidad y sus familias, para que, de forma aparentemente voluntaria, los y las menores accedan a hacer parte de los grupos armados, incluso con la anuencia de sus familias. El caldo de cultivo perfecto son las condiciones de pobreza, violencia dentro de los hogares, venganza y el hábito a la desesperanza. Por otro lado, existen las redadas en las que de forma más contundente arrebatan a menores de sus hogares o establecen condiciones y chantajes, de manera que muchas familias terminan entregando a sus hijos e hijas antes que les asesinen.

Y la amenaza es tan fuerte, que en el 2022 se confirmaron los casos de 30 menores del Chocó quienes se suicidaron y 40 intentaron hacerlo para evitar ser reclutados, en su mayoría pertenecientes a 150 comunidades indígenas de ese departamento.

En el 2017 el Informe Una guerra sin edad del Centro Nacional de Memoria Histórica, documentó los casos en los que se afectan las vidas de miles de niños, niñas y adolescentes a causa de las acciones sin control de estos grupos que se pasean por el territorio nacional como por el patio de su casa. El impacto en la salud física y mental de menores que han vivido estos estragos son irreparables, aunque existen algunas acciones paliativas, nada podría remediar la forma cómo se magulló la inocencia y el derecho a ser niño o niña cuando le tocaba.

De eso no se habla como problema urgente en el país. La agenda política y mediática encuentra fácilmente distractores para evadir constantemente su responsabilidad, pues teniendo los mecanismos legales como decretos y estrategias nacionales, se ha demostrado que no han hecho lo suficiente.

Estos 20 años de falta de acción rápida para proteger la vida, dignidad, libertad e igualdad de la infancia y la adolescencia  que ha sido y sigue siendo reclutada, usada, utilizada y violada en la guerra, pasarán la factura social, económica y política pronto, por ejemplo, en la ruptura del legado de los pueblos indígenas y afrocolombianos que tienen amenazada a su juventud; pero también por el impacto de la violencia, en todas las esferas,  en las vidas futuras  de mujeres y hombres que participaron en el conflicto armado interno en contra de su voluntad.  

Falta seguirse cuestionando sobre el impacto del servicio militar obligatorio que deben prestar miles de jóvenes, que recoge a aquellos quienes además no tienen condiciones para comprar la libreta militar, lo que se traduce en que al final, una misma generación de jóvenes excluidos y pobres, se terminan enfrentando con armas, pero en diferentes bandos.

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