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“De pronto, comprendí que su futuro también era el mío.”
Todo cuanto amé. Siri Hustvedt.
Por estos días nos visita cada mañana una ardilla rojiza. Ponerles plátano a los pájaros se ha convertido en una de esas pequeñas alegrías de la adultez a las que ya nos es impensable renunciar. La ardilla lo ha descubierto y se ha abierto espacio en nuestro ritual. Así que ahora sabemos que a ella también le encanta el plátano, la esperamos y nos buscamos risueños cada que oímos pasitos en el techo o que se asoma la cola colorada y esponjada por la ventana. “¡La ardillaaa!”
“Las personas se definen a sí mismas por sus indiferencias”, escribió hace poco Luis García Montero en una columna. Es una magnífica forma de pensar en alguien o pensarse a uno mismo: “Es (soy) indiferente a…” Pocas cosas revelan más acerca de un ser humano.
Existe la indiferencia ante la vida, la muerte, la religión, la política, el amor, la naturaleza, la violencia, la moda, la familia, el dinero, el sufrimiento ajeno, el poder, la fama, el éxito, el trabajo, la belleza, los viajes, los libros, las culturas distintas, las guerras lejanas… Hay montones de indiferencias, algunas elegidas y otras inherentes a lo que somos.
Habrá quien eche a la ardilla y se queje de que ensucia y de que hace ruido y de que se roba el plátano de los pájaros. Habrá quien ni siquiera la vea. Yo contemplé asombrada la manera en que miraba arriba y abajo, analizando cuidadosamente por dónde bajar de los árboles al techo, decidiendo si correr el riesgo de saltar, así como sus ojos clavados en los míos desde lo alto, cada vez menos nerviosos.
Sus visitas no son sino un ejemplo de mi fascinación por la belleza más natural, de mi necesidad de convertirla en el recordatorio de mi improbable existencia entre seres y formas y colores de ciencia ficción, una preciosa razón para vivir.
Las indiferencias ajenas duelen. Y entonces uno empieza a escoger los amigos y las personas que pasan el filtro de los años a partir indiferencias compartidas o, mejor, aferrándose a la imposibilidad común de la apatía frente a ciertas cosas. “Acabas estableciendo una especie de mafia benevolente, ya sabes, un montón de amigos que creen en lo mismo”, como le decía maravillosamente en una entrevista la baronesa Beatrice Monti della Corte von Rezzori a la periodista Begoña Gómez Urzaiz.
Celia Zafra, de Save The Children España, escribió en El País el texto La primera vez que vi el hambre de cerca, en el que relató la impresión de su visita a los niños de Níger, desnutridos en esa hambruna que se extiende hoy por África más poderosamente debido a la situación en Ucrania. “Esta es la imagen de cuando todo ha fallado”. “Respiré y traté de recordar que la parálisis es una reacción normal a lo anormal, a lo abrumador, a lo que nos excede. Cuando fui capaz de levantar la cabeza y mirar alrededor, a las diez camas de la austera sala, no entendía qué pasaba. ¿Por qué en esa habitación que encerraba la vergüenza del mundo había niños extremadamente delgados, apenas latientes, y otros extremadamente abultados, con los párpados y el vientre como a punto de explotar?”, escribió.
También ante eso, ante lo inimaginable, hay una indiferencia masiva. Es que se nos olvida que compartimos el futuro más universal. Escogemos las preocupaciones, los dolores y, sí, eso determina la persona que somos. Hay tranquilidades tremendamente vacías. Qué bien sienta esta idea de Horacio que recordó Use Lahoz en un artículo: «Quien no se ha sentido alguna vez un impostor probablemente lo sea».
Hay insensibilidades que, como la imagen de los niños en Níger, simbolizan todo lo que ha fallado. Decía Leila Guerriero esta semana que al sentirse enferma pensaba en cómo la cuidaba su madre cuando estaba viva, y entonces recordaba que en realidad no nos cuida nadie, que tenemos que cuidarnos solos. Yo permanezco alerta, con los ojos abiertos y la piel viva y magnética. Ante la soledad de las apatías, intento impulsar mis mañanas con visitas de pájaros y ardillas. Sentir que, tal vez, es la belleza la que nos cuida.