Hija de muchas familias

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Familia debería decirse siempre en plural: familias.  Somos de muchas familias. Llegamos a la vida con la herencia genética de miles de antepasados, quienes construyeron sus propios núcleos y se esparcieron. Después, hacemos parte de otras familias que, por fortuna, nos acogen con un bello tipo de amor que se transfiere: aprendemos a querer a quienes quieren a los nuestros. Luego, se multiplican, los hijos conforman nuevas familias y así se sigue ampliando el árbol.

Nuestra identidad está, en buena parte, fundamentada en el peso de las familias. Estas son soporte y guía. En la casa de los abuelos aprendemos a compartir; y, entre juegos empezamos a reconocer la autoridad más allá de la que ostentan los papás. Comprendemos de jerarquías, de poder y de decisión. En las familias vivimos la solidaridad y asumimos que el cuidado es asunto cotidiano.

En esas familias también aprendemos de deslealtades. Y de secretos. En tal escenario dejamos de ser niños cuando somos capaces de entrever los matices de la humanidad en cuerpos cercanos que parecían impolutos. Un ritual implícito de mayoría de edad es ser participado, con mucho sigilo, de algunos secretos familiares. Tener noción de asuntos hasta entonces escondidos hace las veces de tener cédula. Uno no vuelve a mirar de la misma manera; cierto halo de la superioridad del que sabe se instala sobre los hombros.

Sin embargo, esos ojos de sospecha necesitan de abundante compasión para precisar la mirada. La entrada a la mayoría de edad simbólica implica que, una vez allí, lo que corresponde es afinar los sentidos. Si somos capaces de enfocar, nos daremos cuenta de que aquel, quien parece siempre tan amable y sonriente, padece. El de allá, silencioso, no confía. Esta otra se siente traicionada. Aquella no percibe ningún reconocimiento por todo lo que hace. Y ese de la esquina siente el peso de la responsabilidad que lo doblega.

Ser parte de familias antioqueñas es saber que una familia es muchas familias. Por ejemplo, la del 24 de diciembre no es la misma familia de la sucesión. Aceptamos que para afuera todo debe estar bien y a asumimos los dolores de puertas hacia adentro. Sonreímos, pese a todo. Conocemos la tristeza y, más de una vez, la disfrazamos para evitar que se note. Celebramos noches de fiestas con el mismo ímpetu que guardamos silencio ante diversos hechos. Por eso es tan doloroso cuando la frontera de lo privado se supera y, por cualquier razón, el malestar se hace público.

Las familias cambian con el tiempo y nosotros con ellas. Crecemos entre parecidos, pero aprendemos a ser distintos. Allí, asumimos diferentes roles y eso nos prepara para la vida en sociedad. Los sentimientos varían. Ese ser que ayer amamos, hoy nos desespera. Aquella persona que asumimos como propia: mi tía, mi primo, mi abuela, en cualquier momento será desconocida. También pasa que ese tío que nos pareció errático, ahora nos llena de ternura. O que el abuelo estricto y autoritario, viéndolo en perspectiva, es un hombre adolorido que hace lo mejor que puede con sus posibilidades.

Dicen que las familias no se eligen. Eso no es del todo cierto. De muchas maneras, nos elegimos y nos descartamos día tras día. Mantenemos respeto por algunos roles de autoridad; nos igualamos en conversación con los tíos y nos abrazamos entre primos porque sabemos que, además de la sangre, nos hermana la admiración. En otros casos, elegimos el camino en contravía: optamos por la sana distancia. Este camino es destapado, nos duele, precisamente porque pone sombras sobre que lo que creíamos certezas.

Entonces, lo fundamental, el valor más profundo de esos relacionamientos es que las familias que habitamos nos advierten que en cada uno de nosotros existe tal complejidad que el encasillamiento es injusto.

Y, ¿para qué sirve saberse hija de tantas familias? Para no perder el foco. Para recordar, permanentemente, que somos vulnerables. Que ninguno de nosotros está blindado y que todos nos equivocamos. Para hacer de la gratitud un sentimiento permanente hacia aquellos que nos enseñaron a bailar; quienes nos alimentaron cuando había que compartir lo mínimo; hacia ellos que nos demostraron que el dolor es más llevadero cuando es compartido, mirándonos sin decir nada. Para reconocer con humildad que, aunque las circunstancias nos cambien a todos, seguimos siendo parte de un plural.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

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