Hay que ser rico (y que los demás permanezcan pobres)

Hay que ser rico (y que los demás permanezcan pobres)

Dicen en la literatura que los países ricos ascienden al desarrollo económico y “patean la escalera”, es decir, bloquean para los demás aquellos caminos de los que se sirvieron para alcanzar ese estado. Y aunque abundan las teorías sobre el crecimiento y desarrollo económico (fenómenos diferentes, pero relacionados), basta un poco de historiografía para entender que los países ricos no se enriquecieron como lo describe la teoría: este es un relato que conviene al statu quo de los incumbentes.

En efecto, durante los siglos precedentes a la Revolución Industrial, las naciones europeas ya vivían el capitalismo mercantil, esa economía en la que el comercio jugaba el papel preponderante. Estos señores comerciantes, los mercantilistas, plasmaron su pensamiento en los primeros textos que intentan hablar metódicamente de la economía. Y sin ruborizarse señalaron que su actividad era el principal productor de riqueza en la sociedad, por lo que reyes y demás soberanos debían proteger el comercio nacional, aumentar las exportaciones y bloquear las importaciones. Por eso hoy llamamos mercantilista a una política que, a través de aranceles, cuotas, y demás barreras comerciales, pretende mejorar el saldo de la balanza comercial.

En Francia se hizo famoso el colbertismo, como se le llama al conjunto de políticas mercantilistas del ministro Colbert, y para que veamos que este enfoque no ha perdido vigencia, hay quienes afirman que la industrialización de Corea del Sur tiene marcados rasgos colbertistas.

Un caso dramático de intervención y crecimiento económico es Alemania justo después de su unificación, en el periodo llamado Imperio Alemán. Por supuesto que había empresas privadas, derechos de propiedad, maximización del beneficio económico y búsqueda del beneficio individual, pero también hubo abundancia de ingeniería inversa (desarmar productos extranjeros y tratar de reproducirlos), barreras comerciales a los competidores, subsidios (¡horror de la ortodoxia económica!), y legislaciones dirigidas a actores específicos, es decir, una política industrial estrecha, que iba dirigida a ciertas personas, en contraste con la política industrial amplia ̧ que se supone les sirve a todos los privados, pero que en la práctica nunca es así. La política industrial siempre le sirve a alguien con nombre propio.

Pero hoy las reglas del sistema económico internacional, ese entramado que surge a partir de la Segunda Guerra Mundial y que se consolida con la aparición de la OMC, y en los 80 se afina aún más con el llamado Consenso de Washington (o como algunos dicen, la biblia neoliberal), bloquea todos estos caminos.

El mismo Estados Unidos, con la prominente figura de Hamilton, se protegió frente a los mercados externos con el argumento de industria naciente, consciente de que una industria doméstica no podría competir contra importaciones de un competidor que haya adquirido una mayor talla, y por ende, menores costos unitarios. Pero Estados Unidos durante décadas impulsó la liberalización del comercio, consciente de que la madurez de sus industrias le garantizan un buen desempeño y de que no necesita ninguna de estas protecciones. Y las naciones pobres, confrontando el dilema de un desarrollo industrial en el futuro, o unas importaciones baratas en el presente, abren sus mercados y se inundan de bienes norteamericanos, los cuales pagan con materias primas de poco valor.

Las mismas reglas de la OMC son una patada gigante a la escalera. Exportar tomate fresco tiene menos aranceles que exportar pasta de tomate, en un claro desincentivo a la especialización productiva y a la generación de valor agregado.

Los subsidios, tan odiados y mal utilizados, también son esenciales en el desarrollo, pues hay sectores en los cuales las barreras de entrada son tan altas (montos de inversión, requerimientos de capital), que difícilmente un privado tendría el músculo financiero para hacerlo. Y si no, que lo nieguen Estados Unidos y Europa, que a cada rato salvan a Boeing y a Airbus, incluso cuando las empresas no son estrictamente rentables, pero es esencial controlar la actividad, conservar esos empleos tan preciados y calificados, y no dejar a las aerolíneas propias a la merced de un monopolio de la aeronáutica. No obstante, cuando una nación hace uso de estos mecanismos, como lo hizo Colombia para impulsar el sector de la floricultura (uno de los pocos casos de política industrial exitosa en nuestro país), llegan las sanciones. Peor aún, en el discurso de política exterior de Estados Unidos la política industrial es vista como una trampa y como una práctica antidemocrática, lo que nos lleva a la mayor contestación que ha visto el planeta al modelo de desarrollo vendido por la ortodoxia liberal: China.

China ha hecho todo lo que hicieron los países que antes se industrializaron, y mucho más. Por supuesto, puede hacer cosas que un gobierno normal no podría hacer fácilmente, como fijar una política monetaria y cambiaria, obligar a bancos a prestar a ciertas empresas, o absorber con el poder del estado el impacto de una quiebra. No obstante, la historia de China tiene mucho de los otros dos milagros industriales del siglo XX, Corea y Japón, y aunque estos dos son democracias, no dudaron en echar mano de toda la parafernalia que hoy denuncian los incumbentes de la industria.

En el fondo, no hay nada más fácil que prescindir del papel del estado cuando el sector privado es lo suficientemente fuerte para sobrevivir “solo” (olvidemos que las naciones industrializadas cada vez que estalla una crisis económica salen a salvar empresas). El mejor ejemplo es el típico problema que surge cada vez que Estados Unidos negocia en tratados de libre comercio el capítulo de las industrias culturales: los demás tienen que acabar con las subvenciones al cine, pues esto es competencia desleal con las empresas suramericanas. Pero los franceses, observando el poderío de Hollywood anotan: si no fuera por las subvenciones, en Francia no habría cine.

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