Pandemias y guerras son excelentes momentos para destruir dogmas. La crisis ocasionada por el covid restituyó a los gobiernos la tarea de intervenir en las economías, para salvarlas del abismo, y también para ponerlas en la vía de la recuperación. Así mismo, la competencia de las naciones por suministros médicos, el acaparamiento de vacunas por los países que las manufacturan, la crisis de los contenedores y los aumentos de precios inducidos por las dificultades en las cadenas de suministros, han revivido el debate sobre la soberanía inmunológica, alimentaria y tecnológica.
Si bien es de admirar el complejo entramado comercial que hoy existe en el mundo, que durante décadas ha sido construido por la voluntad de los Estados Unidos de servir de faro en la integración comercial de los países, es imposible ocultar los riesgos que conlleva tener toda la producción deslocalizada. Y esto no es un llamado a la autarquía (autosuficiencia en la producción de bienes y servicios) de los países, sino a desarrollar un tejido productivo doméstico que sirva de garantía en caso de dificultades para el intercambio internacional.
Bien es sabido que los países ricos destinan ingentes recursos para subsidiar la producción de alimentos. En Europa, un rubro del presupuesto ampliamente discutido es la Política Agraria Común (PAC), dirigida a apoyar productores de alimentos en el mercado comunitario. Este tipo de subsidios abunda igualmente en Estados Unidos. A pesar de que economistas y ciudadanos de ambos lados del espectro político critiquen estas ayudas, poco ha cambiado la situación a través de las décadas. Mejor aún, en burlón gesto de la historia, las sendas crisis que azotan hoy el planeta dan la razón a las subvenciones de alimentos; una parte importante del trigo del mundo viene de Rusia y de Ucrania, y varios de los principales importadores son países exportadores de materias primas, de bajo ingreso, muy vulnerables a los incrementos en el precio del grano. Entre ellos se destaca Egipto, que depende desesperadamente del grano importado y donde en el pasado ya se han producido “disturbios del pan”.
Los alimentos son una cara de la soberanía, pero no la única. La industria también es esencial, y como se ve en la pandemia, países que no producen vacunas, medicinas, o insumos médicos, son los más vulnerables y van a la retaguardia mundial en la lucha contra las enfermedades. O los productores de semiconductores, insumo esencial para cualquier producto electrónico, están sufriendo graves problemas de escasez asociados a los choques producidos por la pandemia, situación que solo se agravaría si China decidiera invadir Taiwán. No hace falta esperar a que se produzca la tragedia: en el plan de rescate económico de la Unión Europea se pretende duplicar la producción de semiconductores en el continente, y llegar en 2030 a controlar 20% de la oferta mundial de este producto. Ejemplo claro e inequívoco de política industrial. Ojalá podamos ver una iniciativa similar en América Latina durante nuestras vidas.
No hace falta pensar que el comercio internacional es nocivo, o que no les sirve a los países. El problema es que la apertura económica, sin ningún proceso de política industrial, genera patrones de especialización en bienes primarios, y en el mejor de los casos, manufacturas ligeras. Un ejemplo de crecimiento económico impulsado por manufactura ligera es México, que a pesar de haberse enriquecido a un punto que muchos latinoamericanos no logran, sigue siendo muy vulnerable a cambios en precios de energía y alimentos, y no logra levantarse por encima del umbral de los 15-20 mil USD per cápita. México es una muestra excelente de la “trampa del ingreso medio”: al llegar a cierto nivel de ingreso por persona, algunos países no logran crecer más. Esto significa, por supuesto, que amplios sectores de la población son pobres, que las instituciones son débiles, y el sector productivo del país está a merced de lo que digan sus clientes ricos (cómo olvidar cuando a punta de chantajes Trump convirtió a México en su policía migratoria).
Entonces el sentido de esta columna no va en parar el intercambio. Al contrario, el florecimiento de grandes industrias y producciones agrícolas en los países hoy pobres redundará en beneficios para el norte económico del planeta, entre lo que se cuenta mejor seguridad, menor migración, mayor intercambio e inversión (la mayor parte del comercio internacional son bienes manufacturados, y la mayor parte de la inversión extranjera es de país rico en país rico), mejores empleos, y ojalá, pero no necesariamente, mejor calidad de las instituciones democráticas (por supuesto, aquí China comprueba que es posible impulsar nuevos sectores económicos mientras se permanece en la autocracia).