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Tengo una historia que pocas veces comparto, porque la considero tan mágica que casi nunca sé cómo expresarla en palabras. Aquí va un intento:

A Johran lo conocí gracias a un e-mail que me envió su mamá adoptiva desde Nueva Zelanda. Él me conoció a mí gracias a una publicidad que apareció en su computador sobre uno de mis cursos en línea. Si esto fuera una película, probablemente la pantalla se dividiría en dos y ambos gritaríamos al tiempo: Johran y yo compartimos la misma condición genética que hace que nuestros brazos se vean diferentes. Pero pareciera que viviéramos en dos planetas opuestos. Nuestras historias se cruzan en algunos puntos, pero distan en otros que aun hoy continúo descubriendo y me hace confirmar lo que siempre he dicho, que las personas con discapacidad somos como pequeñas islas alejadas unas de otras por un piélago eterno.

Johran nació en China y entró al sistema de adopción casi al instante. Fue adoptado, junto con otros cuatro niños con discapacidades físicas, por una pareja neozelandesa que luego se mudaría a Estados Unidos y que, un año después, se divorciaría. A los pocos meses, y luego de muchas vueltas, los niños volvieron a ingresar al sistema de adopción, esta vez en Nueva Zelanda, y fueron ubicados en un hogar de paso. Vale resaltar que la adopción de niños con condiciones congénitas es del 5.8% en comparación con el 49% que indican las estadísticas de adopción a nivel mundial. Además, duele ver las cifras de niños con discapacidades en el sistema de adopción de países como China y Rumanía, donde superan en un 25% a los niños que no tienen ninguna discapacidad. Así pues, Johran y los demás niños volvieron a quedar en la incertidumbre, con el agravante de que sus edades les sumaban un inconveniente más para la adoptabilidad, pues ya oscilaban entre los 7 y los 10 años.

Una mujer que trabajaba como voluntaria en este hogar de paso, al ver a los cinco niños, especialmente a Johran, sintió el llamado que nunca antes había encontrado de ser mamá, y, a pesar de no estar casada, se unió a su hermana para adoptarlos. Hoy Johran tiene once años, es un niño feliz y amado, baila tap, hace natación, tiene una batería eléctrica que usa con los pies (porque una vez vio un video de alguien que así lo hacía) y, por coincidencias de la vida, vio por primera vez a alguien que se veía igual a él en un anuncio de Doméstika.

Desde que empezamos a escribirnos, la madre adoptiva de Johran y yo hemos hecho descubrimientos muy valiosos. A pesar de los primeros tropiezos en la vida de Johran, él tuvo la fortuna de aterrizar en un país donde el gobierno le garantiza una maestra particular que está a su lado durante toda la jornada escolar para suplir necesidades básicas como ir al baño, tener a la mano sus materiales, participar en las clases, etc…, además, gracias a subsidios de organizaciones que velan por la inclusión, pudieron hacer reformas importantes en su casa para que sea accesible a todos los niños con necesidades especiales que la habitan. Para quienes se pregunten lo que esto significa: más del 80% de personas con discapacidad en Colombia viven en lugares poco accesibles. Es decir que no pueden cocinar solos, no pueden salir o desplazarse solos, muchas sillas de ruedas ni siquiera caben por el umbral de las puertas, no cuentan con rampas, no tienen duchas cómodas, y la lista sigue y sigue porque las necesidades particulares son casi infinitas. Johran hoy tiene una casa donde puede bañarse y vestirse solo, un baño que está incluso pensado para el momento en que quiera empezar a afeitarse, una cocina donde puede prepararse un desayuno sin correr peligro, y unos espacios que garantizan su calidad de vida y prolongan el bienestar de su cuerpo.

Para Johran, yo soy un ejemplo a seguir porque algún día quiere ser un adulto independiente, manejar carro, ir a la universidad, ir a fiestas, y todas las cosas que hoy le causan incertidumbre. Yo le escribí una carta desde el futuro, es decir desde mi adultez, contándole todas las cosas que llegará a hacer cuando crezca y todas las que dejarán de asustarlo y mirará atrás y se dará cuenta que no era tan difícil.

Para mí, su vida entera es un ejemplo, y una luz de esperanza para entender que somos un país al que le falta comprender el significado de la palabra inclusión. Conociendo su realidad y las condiciones en las que vive, aprendí que no es necesario sentir que la vida es una loma arriba, que es posible acceder a una educación incluyente, tener recursos para llevar una vida independiente en nuestra propia casa, habitar los espacios sin miedo a no contar con ayuda.

Johran es mi motivación para seguir luchando porque, algún día, entendamos en nuestro país que la inclusión está en las acciones, y las acciones dependen de la voluntad y el compromiso, no de la admiración por todo lo que hacemos “a pesar de…”.

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