“¡Si todo fuera tan sencillo! ¡Si se tratara simplemente de unos hombres siniestros en un lugar concreto que perpetran con perfidia sus malas acciones! ¡Si bastara con separarlos del resto y destruirlos! Pero la línea que separa el bien del mal atraviesa el corazón de cada persona. ¿Y quién destruiría un pedazo de su propio corazón?”
Archipiélago Gulag. Aleksandr Solzhenitsyn.
Hace poco escribí sobre cómo nos condenamos a la guerra al obligar a la violencia a las nuevas generaciones. Les conté mi experiencia en Israel viendo el adoctrinamiento de los jóvenes a partir de su historia y en contra de un enemigo al que deberían odiar y estar dispuestos a matar, y sobre la angustia de las familias ucranianas que hoy se separan, forzando a los hombres a abrazar armas que probablemente nunca hubieran tocado por voluntad.
Algo que viví en un museo en Vietnam contrasta con esa visión desesperanzadora: un estadounidense cargaba a su niña mostrándole fotos de vietnamitas enfermos y con malformaciones causadas por el Agente Naranja, ese químico que, ante una selva indomable, utilizó Estados Unidos contra un pueblo al que subestimó, y al mismo tiempo contra la naturaleza y las generaciones por venir.
El padre, en vez de inculcarle odio a su hija o educarla para la venganza a partir de la humillación en esa guerra perdida, le enseñaba sobre los errores y el sufrimiento ocasionado por su país, y sobre sus consecuencias en el presente. La llevó hasta allí para mostrárselo mirando a los ojos a esos vietnamitas sonrientes que, en medio del hambre y levantando familias con niños afectados tardíamente por el conflicto, insistían en que todos, incluidos esos norteamericanos que habían herido su destino, eran bienvenidos en su nación para ayudarlos a progresar desde el turismo.
Creo que ese hombre valiente le hablaba a su niña sobre la fragilidad —la de todos—, sobre los grises de la vida, que no se divide en buenos y malos, sino que se transforma constantemente desde cada corazón y con base en circunstancias. Le mostraba rostros y escenas que no pudiera olvidar para que aprendiera a dudar y a no asumir a algunos como ‘los buenos’. La adentraba en la profundidad y la tangibilidad del dolor ajeno, en la humanidad de rasgos y territorios distintos a los suyos, en la compasión como base para la vida y la paz.
“Y nos detenemos pasmados ante el foso al que nos disponemos a empujar a nuestros perseguidores, porque en realidad si los verdugos fueron ellos y no nosotros, ello se debió tan solo a las circunstancias”, dice Aleksandr Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag.
Que tus hijos no formen su cerebro y su corazón en la narrativa del odio y el desprecio al diferente. Que no te sientan hablar con superioridad y construir una vida basada en la defensa y el miedo, en cómo vencer enemigos, en lo que le harás a quien te hizo daño, en etiquetas para descalificar al otro. Que no te oigan mencionar nacionalidades o colores de piel para referirte al criminal ni calificar de hijo de puta a quien comete un error o actúa con torpeza por alguna razón. Ese es el primer escalón para que un niño fortalezca en su interior el relato de buenos y malos o mejores y peores hasta lanzar el puño o empuñar el arma, garantizando un futuro polarizado y violento que ya sabemos que no va nada bien.
Dice Michael Herr en Despachos de guerra que “muchos hombres conocieron la compasión en la guerra, y algunos la conocieron y no pudieron vivir con ella”. La compasión, el acercarse y ponerse en los zapatos del otro para reconocer su dolor desde la propia fragilidad, es el tipo de valentía en la que debemos formar a quienes apenas moldean su visión de la existencia. Cuando el alma se aferra a ella es casi imposible desligarlas, se va por buen camino, así duela más. Me entenderán quienes sufren en silencio en una mesa cuando sus acompañantes maltratan a quien los atiende en las formas más sutiles y desgarradoras, probablemente sin siquiera darse cuenta. No saben la brecha humana que abren cada vez.
El fin de semana lastimé a una libélula accidentalmente. Cayó al piso y vi que tenía el alita doblada. Temblorosa, la recogí con la delicadeza que pude para intentar ayudarla, pero la vi doblarse, mirándome, hasta que no se movió más. Entre lágrimas y en voz alta le pedí perdón por mi torpeza ante su fragilidad, a ella, que había confiado al posarse en mí.
“…pero olvidamos que la vida, aquí y en todas partes, es un lujo, y que en ningún lugar hay una tierra lo bastante profunda para sustentar a los hombres”, dice Antoine de Saint-Exupéry en Tierra de hombres.
La compasión empieza porque duelan todas las vidas. Ante la fragilidad, delicadeza. Cuidar cada corazón, en donde está esa línea que separa el bien del mal.