Uno de mis juegos favoritos en la infancia era “la escuelita”. Formaba a todas mis muñecas y animales de peluche en el piso de mi cuarto y, cuaderno en mano, llamaba a lista. Dictaba clases fantásticas a una audiencia muda que me miraba fijamente con sus ojos de plástico sin cuestionarme nada. Podía pasar horas en esta función y si en lugar de los muñecos eran mis primas menores las que se matriculaban en el curso, el juego era aún más emocionante. Había preguntas y desafíos, un diálogo agudo sobre las cosas que nos interesaban: las letras, los números y las formas que el mundo empezaba a tomar en nuestras mentes cándidas. También había conflicto, cuestionamientos a mi autoridad y, por supuesto, lágrimas.  Educarse es abrir los ojos al mundo, es poder observarlo desde la curiosidad y la pregunta. En ese entonces no podía saberlo, pero de manera intuitiva, sintiendo ese juego como una casa, entendí que también era el lugar de la libertad. La única forma en que podría apropiarme del mundo, de sus manifestaciones, de los rituales y de las palabras. 

Para apropiarse del mundo, para ser más que una espectadora, hay que interesarse por lo que sucede en él, contemplarlo, fijarse y detenerse. Por eso es que el colegio y la universidad, “las escuelitas”, no son los únicos escenarios de la educación. Todos los lugares donde aprendemos a asombrarnos con el mundo son Escuelas: los museos, los teatros, los parques, las bibliotecas. El interés y la atención que prestamos al mundo florecen en el momento en que nos entendemos parte de aquello que observamos y en que sentimos que las historias que nos cuentan también hablan de nosotras. 

Cuando nos acercamos a las Escuelas y en ellas somos acogidas como discípulas de nuestra cultura, creamos un vínculo con el mundo y descubrimos que es posible ocuparnos de él. De su belleza y de sus miserias. Por eso es que las personas que se sienten ajenas a la cultura se sienten, también, ajenas al mundo y renuncian a su legítimo poder de adueñarse de él. Alejarse de la cultura es comprobar que, a pesar de compartir la humanidad no compartimos el destino; es resignarse a ser eternamente extranjeras, siempre marginadas. La cultura nos permite encontrarnos en el mundo, entender el lugar que ocupamos en él. Pero no solo eso: también nos presta formas para imaginar las expresiones que serán el testimonio de nuestra existencia, de que estuvimos aquí, de que fuimos humanas. 

Acabar con un programa como el de formación de públicos no solo es mezquino, es un gesto de exclusión, una sentencia que grita: ustedes no pertenecen, este no es su mundo. Un retroceso que, de materializarse, pondría en peligro la consolidación de la democracia en una ciudad ávida de espacios de encuentro en los que podamos reconocernos como iguales. Espacios que, lastimosamente, no se facilitan dentro de la educación formal, en esas escuelitas segregadas que insisten en mantener el orden social inalterado, a cada quien en su sitio. ¿A qué intereses sirve una decisión semejante? A los de personas que se incomodan con el diálogo, con la pregunta y con la curiosidad. Que prefieren audiencias mudas, como las que nunca respondieron mi llamado a lista. 

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