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En las familias hay códigos de silencio que se refinan con el paso de generaciones. Son tan sofisticados que se heredan de padres a hijos incluso sin ser verbalizados: con la mirada o con el gesto del mayor la cría aprende que hay temas de los que no se habla.
En algunos momentos, el silencio es una alternativa de protección. En ocasiones de terrible dolor, solo en el silencio encontramos salida. A veces, es una decisión callar, por ejemplo, para ganar perspectiva. Otras veces, el silencio se impone porque no encontramos palabras para expresar la magnitud del sufrimiento.
Sin embargo, en muchos mutismos lo que hay es violencia. Hay cosas que suceden a ojos de todos, pero no se traducen en palabras ni se socializan porque lo recomendado es mirar para otro lado, no decir nada. Se convierten en oxímoron: son un secreto compartido, ese que genera complicidad entre los testigos y el victimario. Eso que todos saben y todos ocultan.
Hay otro silencio: el que se asume de manera individual. El que resulta de hechos no tan obvios, sino de aquellos que suceden en la oscuridad. Ese es muy doloroso porque provoca vergüenza y más temor.
Estas formas del silencio son muy complejas porque tienen múltiples aristas: son, por un lado, resultado de la violencia; pero, al mismo tiempo, motor de ésta. En una margen, el silencio protege a la víctima por algún tiempo; pero, también mina su dignidad. La convierte en menos que un pabilo. A veces, se intenta justificar el silenciamiento en la débil intención de no hacer más grande el daño. Sin embargo, reduce a la víctima, precisamente, porque la pone por debajo, en el último criterio. Por ejemplo, algunos asumen que es más importante mantener a la familia unida que ponderar el dolor de alguien en particular.
Entre los efectos de esos silencios mal heredados hay uno muy trágico: el daño suele repetirse; pasa de víctima en víctima porque se reproduce como maleza. Infesta todo. Goza de protección por ser lo acallado y allí radica su fuerza: nos engaña, nos hace creer que lo que no se nombra no existe. La violencia y el abuso se alimentan del temor a hablar.
Cuando nos atrevemos a confiar experiencias de dolor encontramos en el silencio un común denominador. Eso es lo que muestra el documental “Amando a Martha” de la directora Daniela López. La belleza de la producción radica en la convicción de la abuela de romper el maltrato, precisamente, con las palabras. Lo escribe, lo graba, lo oye, lo cuenta… no permite que el silencio, hijo de la violencia, siga llenando cada espacio de la historia de su familia.
La abuela teme que su nieta repita lo que ella ya vivió y encuentra en la palabra la más potente defensa. En sentido estricto, le entrega palabras. Con esa decisión, la abuela se libera de los sufrimientos silenciados, incluso, desde su niñez; y, al mismo tiempo, rompe la cadena, evita que Daniela, su nieta, sea la próxima víctima.
El documental conmueve, además, porque hace explícita otra verdad: los lazos de sangre no son, por decreto, lazos de solidaridad y cuidado. Por lo tanto, hay vínculos familiares que, decididamente, hay que romper. En casos extremos, incluso, porque la propia vida puede estar en riesgo. Que sea el marido, el tío, el abuelo, el hermano, la sobrina o la prima no disculpa que sus actos violentos o embaucadores tengan que ser pasados por alto. Y casos de estos hay por montones a nuestro alrededor. Ojalá que la valentía de doña Martha y de Daniela nos ilumine para romper el silencio dañino, hacer de la palabra nuestra defensa y enfrentar al pariente perverso como maneras éticas de habitar el mundo.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/