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Cuando estaba en el colegio había una actividad extracurricular que me encantaba, los “modelos de Naciones Unidas”. Eran eventos organizados en muchísimos colegios y universidades de Medellín y alrededor del mundo, en los que los estudiantes jugábamos a ser políticos. Teníamos que seguir un código de vestimenta en el que los hombres debían llevar corbata y blazer y las mujeres no podíamos tener la falda más que cuatro centímetros por encima de la rodilla. Me tocó ver algunas veces cuando los delegados de logística sacaban un metro y le medían la falda a alguna delegada y, cuando fui presidenta, les llamé la atención a muchísimos delegados porque no iban vestidos de acuerdo al sagrado código. En los almuerzos conocíamos a personas de otros colegios y de estas interacciones salieron múltiples noviazgos. También había algunas actividades en las que les podíamos mandar notas anónimas a las personas que nos gustaban, y algunas veces podíamos mandar rosas. Además de estos aspectos superficiales, que eran la razón principal por la que muchas personas participaban en los eventos, también teníamos la responsabilidad de representar la política exterior de un país en una comisión que discutía ciertos temas particulares. Yo siempre iba a representar a Estados Unidos, Alemania, Rusia o Reino Unido en una de las comisiones “más importantes”, donde debatían temas como la seguridad nuclear, la guerra en Yemen o la existencia de Palestina. Hubo veces en las que también representé a países árabes en debates sobre igualdad de género, y dije todo lo que pensé que nunca saldría de mi boca como mujer feminista.
En uno de los muchísimos modelos de la ONU a los que fui me tocó en un comité colombiano. Los detestaba, porque la política de mi país nunca me ha gustado. Prefería debatir y aprender sobre crisis ajenas, situaciones a las que no estuviera conectada, guerras en la lejanía y sin peso en mi presente. Ahora sé que no me gustaban los comités colombianos porque no me gustaba el país que habitaba, me incomodaba la realidad del conflicto armado, detestaba reconocer que mi privilegio me daba la responsabilidad de hacer algo por aliviar un poco la injusticia que ha gobernado a mi país por tantos años. Por esto, entré al comité en el que representaría a Paloma Valencia, muy dudosa. En el transcurso de los debates alguien mencionó los llamados falsos positivos. Sin idea de lo que estaban hablando, me volteé al que estaba a mi lado, que ahora es mi ex novio, y le pedí que por favor me explicara qué eran esos falsos positivos, que me sonaban como a prueba de embarazo.
Ese fue mi primer acercamiento al que, en mi opinión, es un acto de guerra propio de Colombia. En el 2017 escuché mencionarlos por primera vez, pero esta semana fueron confirmados en la audiencia de la Jurisdicción Especial para la Paz, aunque han sido denunciados desde hace varios años, principalmente por las madres de los desaparecidos. Si es cierto lo que se dijo esta semana, los falsos positivos sí pasaron cuando el ejército actuó para hacer pasar asesinatos de civiles como bajas en combate del bando opuesto, dado a la presión que ejercían los altos mandos de esta institución por mostrar resultados. Desde que entendí este fenómeno no dejo de pensar en cómo se resume el conflicto armado de Colombia en un solo crímen. Mientras que en el conflicto armado hubo tres grupos principales de victimarios, siendo estos los paramilitares, las guerrillas y el ejército nacional, en los casos de los falsos positivos también hubo tres víctimas. Por un lado, los civiles asesinados, que perdieron su vida en nombre de una guerra emprendida por su gobierno y en manos de quienes habían jurado protegerles. Por otro lado, los familiares de las víctimas, quienes nunca obtuvieron respuestas acerca del paradero de sus seres queridos, y tuvieron que vivir, y hasta morir, en la incertidumbre. Y finalmente, aquellos quienes fueron sometidos a la guerra, al acondicionamiento del ejército. Aquellos que, aunque juraron proteger a los colombianos, terminaron asesinándolos, mintiendo para el beneficio de sus jefes. Aquellos que cargan, con razón, el peso de muchísimas vidas, como lo expresaron en la JEP. Y eso no tiene medida. Eso no tiene explicación.
Entonces, ahora que está de moda condenar los crímenes de lesa humanidad en la guerra rusa contra Ucrania, ¿por qué no condenar también los crímenes de lesa humanidad del ejército nacional, y del gobierno que lo dirigía, contra sus ciudadanos? Los falsos positivos trascienden cualquier afiliación política, cualquier ideología, cualquier fanatismo. Los falsos positivos son un crímen tan colombiano que nos cuesta asimilarlo. Dado a que siempre miramos con admiración a otros países y aprendemos primero de guerras ajenas que de las propias, hemos sido incapaces de digerir estos acontecimientos tan únicos en la historia de la humanidad, tan atroces, tan desgarradores y asquerosos. Y debería ser así. No deberíamos tragar entero al saber que ciudadanos, como usted y como yo, fueron asesinados, nombrados como NNs deliberadamente, cambiados de ropa, desaparecidos, sin más ni más. Como si le valieran más al gobierno muertos que en vida. Nos debería doler, nos debería incomodar, nos debería hacer cuestionar las estructuras de poder a nuestro alrededor.
Siempre uso el conflicto armado colombiano como caso de estudio en mis ensayos de mi clase de Introducción a la política y relaciones internacionales. En el último, utilicé los falsos positivos para explicar cómo la socialización de la violencia afecta a los hombres, y mi tutor, quien está haciendo un doctorado en ciencia políticas, me dijo que nunca había escuchado de algo como esto. Horrorizado me explicó que había leído sobre momentos en los que algún bando de alguna guerra inflaba el número de bajas en combate para su beneficio, pero nunca había escuchado de un caso en el que lo demostraran con asesinatos de inocentes. Mi tutor es de Bosnia y Herzegovina, lleva más de 10 años estudiando la guerra, y nunca se había topado con el fenómeno de los falsos positivos hasta que leyó mi ensayo sobre Colombia. Qué dolor.