Tierra de volcanes. Es también la tierra de los temblores y te acostumbras a la oscilación en los edificios mientras comes, tienes una reunión de trabajo o duermes. De eso hablaba con dos chapinas (como de cariño se les llama a las personas de Guatemala) a quienes encontré recluidas en un centro de rehabilitación para mujeres, mejor dicho, en una cárcel. Ellas internas en Colombia, en una tierra lejana a la suya, y yo viviendo en la ciudad que las tiene presas. Nos encontramos por casualidad en una visita que hice al penal por trabajo. No hablamos de las culpas que sienten ni de los motivos por los que están ahí, pero sí extrañamos juntas Guatemala.
En Guate, como se le dice, aprendí cómo les incomoda el tan conocido dicho “salió de Guatemala pa’ meterse en Guatepeor”. Eso lo detestan. Guatemala es como dos veces Bogotá por su densidad poblacional, más de la mitad de ascendencia Maya, otro más en frontera con México de ascendencia Azteca. La minoría mestiza ha vivido avergonzada de compartir territorios con indígenas que, con sus 21 idiomas nativos mayas no aprenden aún a hablar el castellano que les impusieron. Así que su plurilingüismo y proteger sus tradiciones de la invasión española ha sido el mayor acto de resistencia en su historia. Son un pueblo que se aferra a usar corte y güipil, que trenzan con colores la gloria de una de las más grandes civilizaciones prehispánicas de América, manteniendo su sabiduría ancestral en los pocos códices que sobrevivieron a la quema medieval y que permanecen hoy muy bien resguardados en el Museo de América de Madrid en España.
En Guate aprendí que los zancos y el número cero fue un aporte de los Mayas. También de su sabiduría astronómica, esa habilidad de leer el cielo que les hizo construir uno de los mejores observatorios estelares, que resultó en un casi perfecto calendario acertando en muchos de los fenómenos celestes hasta el siglo XXI. Cómo habrían disfrutado aquellos mayas astrónomos de la época la locura de la gente moderna que interpretó el fin del mundo con sus predicciones en el 2012. En esa tierra se aprende de su cultura centrada en el maíz, y la cosmovisión de entender las diferencias asimiladas a los colores de sus granos blancos, amarillos y negros, tan diversos como los colores de piel de la gente de nuestro continente.
A las chapinas se les aguó el ojo al recordar su libertad en las calles de Ciudad de Guatemala. No les pregunté por qué estaban ahí. No era mi interés llegar para seguir haciéndolas sentir culpables. Hablamos de Guatemala casi por media hora y fue una puerta de escape para las tres. A ellas sus vidas las golpeó y las arrojó en tierra caliente, a kilómetros de su país. No han podido visitar en Colombia el mismo mar Caribe que toca las costas Atlánticas de Guate. A una de ellas la imaginaba casi implorando un temblor en la planicie de la ciudad (que la mantiene aislada para reaconductarla), como la única posibilidad de conectarse de forma subterránea con su país; deseando que la tierra la tragara para fluir con libertad entre el magma del planeta y así elegir cualquier cráter de volcán por dónde salir disparada de su encierro. Entre tanto, hablamos del chiltepe y las tortillas, de Antigua, de la avenida El Progreso, la Zona 9, los Quetzales y Tikal. Ellas añoraban sus sabores de patria, hostigadas por el arroz blanco diario y el sancocho en tierra ardiente.
Yo me rodeaba de la marea de mujeres extranjeras hablando de sus vidas, sobre cómo les tocó interrumpir la cadena de esperanzas que tenían al venir a este país. La mayoría concordaba en cómo la mala cabeza de embarazarse jóvenes les había hecho dejar los estudios por tener que parir y cuidar de la cría. Y fueron justamente sus crías quienes las impulsaron a correr los riesgos que hoy las hacen coincidir en ese lugar de paredes blancas y ventanas verdes abarrotadas. Otras en la conversación, provenientes de Venezuela, todas madres, añoraban tener sus hijos e hijas cerca. Ese era su sacrificio fallido, verles crecer a la distancia, algunas con la suerte de tener una visita cada 15 días y cerciorarse de su existencia. Otras los lloraron en su encierro porque no pudieron ir a sus entierros. Yo caí en la cuenta de que no hay en el español una palabra para nombrar a las mamás y papás que pierden a sus hijos e hijas. Hay viudas y huérfanas, pero ¿cómo nombrar en nuestro idioma algo que se supone va contra la naturaleza? Como si no nombrarlo impidiera que pasara. Por otro lado, las dos chapinas mestizas, una mujer madura con carrera universitaria, otra más joven apenas con la mayoría de edad, madre e hija, se acompañaban recluidas por cometer juntas la desavenencia contra la ley. El dilema vuelto paradoja.
En esa visita parecía que las veía moverse en cámara lenta. Pensaba en el contrasentido del aislamiento que tuvimos que pasar las personas “libres” en medio de la pandemia. Ellas, recluidas, no habían tenido que vivir la malaventura de una cuarentena intempestiva. Y entonces en silencio las vi hablar sin hablarse, porque parecía que desarrollaban su propia forma de conectarse con tan solo mirarse como parte de la costumbre de coexistir juntas en contra de su voluntad. Era un para-lenguaje que debieron crear para sobrevivir dentro del lugar a donde arrojan a las excluidas. En la cárcel, donde se reúne a todo lo que se supone que no debemos ser, lo que queremos ocultar de nuestra mal portada especie, como si dejando de verles pudiéramos olvidar lo que realmente somos. Ahí, donde ponemos a la gente a que se retuerza en su arrepentimiento, cocinando con fuerza el desquite para cuando salgan a perturbarse de su propia libertad.
Conversar con reclusas me puso en aprietos. Las frases de cajón no sirven. Se entra en una incertidumbre por el efecto que pueda generar una palabra mal usada, una frase salida de lo políticamente correcto; algunas como “nos vemos en la próxima” suena un insulto, “cómo estás” y “qué has hecho” están en las mismas.
En Guate pasé la pena de rechazar varias tazas de café; lo insólito de conocer una colombiana en tierras foráneas a quien el café le daba sueño y dolor de cabeza. También tuve la fortuna de conocer por primera vez el mar pacífico, con sus aguas oscuras y arena gruesa volcánica, un oleaje violento que te exfolia hasta el alma en el intento de fusionar con el cuerpo en las playas de Monterrico.
En ese recordar Guatemala también evoqué lo parecida que es a Colombia, dos países aparentemente tan lejanos, tan diferentes que se unen en una historia similar que a ambos les avergüenza, y con ello recordé eso que tanto nos cuesta olvidar.
Esta columna continuará…