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Hay algo radical que se forma dentro de uno con respecto a la manera de ver el mundo y habitarlo dependiendo de donde se crezca. Hay ciudades verdaderamente avanzadas en la humanidad que ofrecen y eso termina haciendo parte de sus ciudadanos. A estas alturas, después de recorrer espacios diversos del planeta, sigo sorprendiéndome con lo que ha hecho de mí crecer en Medellín, en Colombia, y preguntándome quién hubiera sido si hubiera descubierto la existencia en otra parte.

Escribo estas palabras viajando por la península escandinava, sorprendida con la profundidad de lo que es el espacio público aquí. Son estas verdaderas ciudades, sitios realmente habitados por todos: cada andén, cada muelle, pequeñas porciones de pasto, son rincones para apropiarse de la ciudad y disfrutarla, para tender una manta y leer, hacer un picnic, recibir el sol, contemplar el paisaje o la gente pasar. Los ríos y canales son arterias llenas de vida, las calles son ciclorutas interminables en donde bicicletas, patinetas y cientos de peatones pasean y se transportan tranquilos sin dudar de que los carros les darán prioridad porque saben que la ciudad es de las personas, no de los vehículos ni de quienes tienen más. 

Los viejos edificios industriales se han convertido en zonas de gastronomía y arte interculturales, las plantas de energía utilizan las formas de sus edificios para crear espacios deportivos. Cada recuadro verde es un parque, los cementerios son bosques y parques abiertos y tan llenos de vida y energía, que la gente come bajo árboles descomunales y hay pequeñas huertas con regaderas para que cualquier ciudadano se tome el trabajo de regarlas simplemente porque son de todos y les importan. Casi nada está cerrado, enrejado, prohibido. En prácticamente ningún lugar, incluidas las iglesias, se preocupan por cómo vas vestida ni se acercan a darte órdenes. Los adultos mayores son mucho más activos, se mueven y eso se les nota. La gente se mezcla.

El mar y los lagos convertidos en canales que recorren las ciudades son una gran piscina pública que remplaza la necesidad de las artificiales, y al ir caminando uno se sorprende con alguien que salta de cualquier esquina para refrescarse en el agua. Los andenes, los parques, cada rincón está lleno de mesas y sillas multiformes que son de todos y usadas por todos, y así la gente cambia de sitio sin necesidad de propiedades exclusivas para disfrutar el lugar en el que viven, convertido en una multiplicidad de posibilidades. Las bibliotecas tienen bancas especiales de lectura en ambientes únicos, las universidades invitan a tocar pianos preciosos a aquellos que lo deseen y son jardines abiertos para que el conocimiento salga de los ladrillos y se funda con la naturaleza y la vida, sin diferenciar a nadie. Qué mejor forma de aprovechar el pago de impuestos, por dios, que con esa libertad de dar un paso fuera de la puerta de la casa para sentir que se habita una extensión preciosa, segura, común, del propio hogar, protegida por todos, en donde hay un encuentro con los demás.

Medellín ha sido una ciudad en la que siempre sentí que salir a sus calles era solo una forma de trasladarme de un lado a otro, como un túnel ciego que se atraviesa anestesiado, con calles y transportes poco amigables, espacios públicos casi nulos, en donde es imposible pensar en echar una manta por ahí para recostarse a leer y en donde no hay encuentro entre distintos en las esquinas. La desigualdad, la separación entre quién es quién, la inseguridad, esa priorización de lo privado, esa dependencia del vehículo, la inexistencia del concepto de parque, la obsesión con las rejas y los controles, el desconocimiento del amor y el cuidado de lo público (el “esto no es mío, que lo cuide otro”), nos han cambiado y nos han robado la posibilidad de siquiera comprender lo que es una ciudad, de vivir tranquilos, necesitar menos, cruzar la puerta para existir inmediatamente.

Cuando se está tan acostumbrado a eso se termina por creer que así es la vida y toca cruzar fronteras y ver diariamente otro tipo de existencia humana para convencerse y sentir una desolación profunda, la certeza de una privación demasiado larga de algo básico que nos hubiera hecho mejores, entender que la vida es más posible, más honda y más libre allí donde más personas están en el mismo horizonte y pueden encontrarse en los mismos espacios, cuidarlos y maravillarse juntos. De ahí parte todo, incluida la posibilidad de vivir en paz.

Pero no vayamos tan lejos, pienso simplemente en no sentir que lo que hay entre las puertas de propiedades privadas es invisible y amenazante, en poder salir y echar una manta bajo un árbol para ser libre. Saber que la tierra, que es mi casa, y mi ciudad, que es mi pedacito de tierra más cercano y más encubridor, es realmente la extensión de un hogar en el que puedo ser.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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