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La muerte de un ser querido es una de las experiencias más dolorosas que vivimos. Además de despedirlo físicamante, hay que aprender a vivir sin ese ser, hay que enterrar una etapa de uno que también muere con él. Hay que volver el presente pasado. Hay que empezar a recordar con la certeza aplastante de que nunca nada volverá a ser igual. Hay que reconstruir las rutinas y continuar la vida con el corazón roto. La cotidianidad se convierte en un espejismo.
El duelo es personal e íntimo. Alguien en duelo es frágil, no porque así lo quiera, sino porque, al tiempo en que llora su pérdida, debe recomponer su vida y mantenerse a flote. Es absolutamente difícil y requiere de un esfuerzo monumental. Vivir y estar en duelo no son compatibles. Es como estar en un barco que se hunde y a la vez intentar sacar el agua en baldes por la popa.
Estar en duelo no significa que uno no pueda alegrarse por otros motivos, pero es un vaivén constante entre lo que es y lo que fue. La nostalgia predomina, pero sigue habiendo espacio para el presente, para el goce del hoy, para todo lo otro que también es valioso. Esto requiere de una atención plena a cada emoción, a cada sensación, a cada idea o pensamiento que llega. Sin embargo, hay un deseo inmenso de abandonarse a la tristeza, de entregarse al dolor, pues el pozo más hondo parece más fácil de habitar y de alcanzar que la orilla del mar donde está todo el oxígeno disponible. Porque para llegar a ella hay que remar, implica más esfuerzo. Mientras que para hundirse basta con lanzarse al vacío.
Que alguien esté en duelo no significa que todo el tiempo quiera hablar del tema o de la pérdida. Uno no quiere que le recuerden cada tanto la muerte del ser querido. Es innecesario, además de cruel. Tampoco explicarle por qué ya no está, por qué se fue, cuál es el propósito de esa situación.
En el universo de las emociones, en la infinita diversidad que alberga cada persona existen creencias de todo tipo y formas de ver la vida y la muerte. Pero a nadie, más que a quien sufre, le corresponde encontrarle a su pérdida el sentido o la explicación que quiera. Hay una forma suprema y simple de acompañar a alguien en duelo: en silencio y con compasión.
Hay muchos dioses y muchas religiones. El dios en el que yo creo no quita ni pone elementos a su antojo como si fueran fichas de un tablero para ponernos pruebas que deben superarse ni para tener aprendizajes. El dios en el que creo es un ser bondadoso, una energía potente que no influye en cada cosa que ocurre, sino que guía y acompaña cuando la existencia se complica. No mata. No tortura. No aprieta. No ahorca. No da vida, ni salva. Tampoco trae la muerte.
Se mueve por el Universo y expande su amor y luz a quien lo llame. No conoce el mal, porque lo único que irradia es el bien. Pero el ser humano en su absurda maldad e incomprensión de la naturaleza continúa creyendo en el castigo y el sacrificio como los únicos medios para lograr una vida mejor, una vida eterna, el ingreso a un paraíso inaccesible, reservado únicamente a los que más entreguen y padezcan.
Como si este asombroso planeta no fuera ya un paraíso y al mismo tiempo un infierno. No anhelamos “un mundo mejor”, queremos llegar a un mundo igual.
Nuestra consciencia limitada no nos permite ver las cosas fuera de dos puntos o colores. Todos decimos que “nada en extremo”, pero la mayoría vivimos siempre en una esquina, en una orilla, en un color, sobre una única idea. Nos han hecho muchísimo daño los dogmas, los prejuicios, las ideologías, la falta de un criterio propio por el afán de encajar en discursos homogéneos que desconocen y eliminan por completo el contexto de cada uno, de cada situación.
Vivir es estar abierto a millones de posibilidades. Es maravilloso, misterioso y también aterrador. Por eso es más fácil poner etiquetas y guardar en un cajón cualquier evento con una tirilla que lo catalogue. Porque complejizar requiere esfuerzo, requiere introspección, empatía, energía, tiempo. Dos cosas de las que nos encanta alardear que no tenemos. Como si no tener tiempo significara que estamos haciendo mucho, porque vivir ocupados es sinónimo de éxito y felicidad. Todo lo contrario: no tener tiempo es estar alienados con lo vacío, lo superficial, lo inútil, lo dispensable. Y no tener energía es no tener ganas de estar vivo.
El duelo, sin duda, abre los ojos, aterriza, despierta, pero no significa que te lo mereces. Significa que, en medio de la pérdida, aún afligido, eres capaz de sentir, de reflexionar, de pensar, de expandirte en amor, sigues siendo humano. Nadie se muere para enseñarte nada, nadie se va para que otros quepan. En este planeta cabemos todos, incluso los que ya no están.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/