“La embriagadora voluptuosidad de la vida consistía en eso precisamente, en que podían (al menos en teoría) escoger libremente la senda que quisiesen y pasarse después a otra, y a otra, según les viniese en gana”.
Un puente sobre el Drina. Ivo Andrić
Una vez, cuando tenía por ahí cinco años y quién sabe después de oír o ver qué —incluso creo que fue al regresar de unas vacaciones en el mar—, me acerqué con algo de inquietud a mi mamá y le pregunté si dividieran a todas las personas entre blancos y negros, a mí a qué lado me pondrían. Más que saber a cuál correspondía, creo que quería era entender qué significaba lo que sea que fuera yo.
Es que desde que empezamos a asimilar el mundo se nos impone la raza como una frontera y se nos enseña a clasificar exhaustivamente para tener bien claro el sitio de cada quién. Cómo te llamas (y cuál es tu apellido), de dónde eres, dónde vives, a qué colegio vas, qué hacen tus papás, no te juntes con esa niña, estos son los lugares a los que debes ir y estos los sueños a los que debes aspirar en tu categoría.
Eso hace parte de casi todas las narrativas que nos rodean porque, además de ahogarnos en números anónimos protagonistas de tragedias, al intentar detallar hemos optado por etiquetas como ‘inmigrante’, ‘negro’, ‘latino’, ‘sirio’, ‘judío’, ‘mujer’, ‘marica’, ‘sin papeles’, antes que por los nombres y las historias de los seres humanos detrás de cada una de esas fachadas, que no son sino eufemismos de una indiferencia con una violencia implícita aterradora.
En la película A 200 metros un palestino lucha por reunirse con su familia, que vive apenas a doscientos metros, pero tras el muro, en el lado israelí. Para visitar a su hijo en el hospital el hombre debe hacer un viaje absurdo de doscientos kilómetros y superar una cantidad de obstáculos arriesgando la vida e intentando demostrar que es un ciudadano normal —solo que la clasificación inicial no le ha sido favorable. Además, su hijo ha empezado a sentir odio porque un niño del colegio, que no sabe de lo que habla pero que repite lo que oye, lo ha llamado ‘cisjordano de mierda’, entonces el chico ha decidido que si sigue yendo a ese colegio, le pegará a todo el mundo.
Construimos barreras físicas e imaginarias que incitan a la división y la violencia, al temor al aparentemente diferente, fomentando que otros las extiendan y que no se cuestionen las fundaciones de las categorías que nos inventamos ni se borren las fronteras de las que nos lucramos. Enséñale a tu hijo sobre jerarquías artificiales en las personas y prepárate para descubrir en quién se convertirá. Cada muro es un paso atrás en la esperanza.
En un ensayo sobre la pandemia, Juan José Millás hablaba de las muertes sin contabilizar, ‘gente que moría fuera del sistema’, como le explicó una responsable sanitaria. “Morir fuera del sistema, cuando se ha vivido disciplinadamente dentro, constituye una de las formas de destierro más crueles que quepa imaginar’, concluía él. Es que nos han indicado que fuera de sus datos e interpretaciones no hay nada, ni siquiera la propia vida, y por eso es tan duro quedar excluidos.
¿Qué somos si no somos nuestro apellido ni nuestro pasaporte ni un color de piel ni una profesión ni un estrato social ni un barrio ni un número de identificación o el dios o la nada en que creemos? ¿Sí lo sabemos o de tanto disfrazarlo se nos olvidó? ¿Existimos fuera del sistema? ¿Se habrá perdido algo si morimos y no nos cuentan en las cifras oficiales?
Se me quedó grabada una escena de la película La batalla olvidada: un hombre abraza a otro, aparentemente desconocido, y su acompañante le pregunta quién era, a lo que él responde “nadie, solo un hombre feliz”.
Que ojalá hubiera más definiciones así, un poquito más compatibles con el ser humano. Sería bueno recordar mejor lo que somos bajo todos los colores y las telas y los papeles, bajo lo que nos han dicho que seamos, y sabérselo transmitir sabiamente a aquellos que apenas abren los ojos al mundo, que serán los que construyan o derriben muros mañana.
No hay que despellejar ni obligar al otro a destruirse en el intento por demostrar su validez. Dijo Benjamín Labatut en Un verdor terrible: “Le pregunté cuánto tiempo le quedaba de vida a mi limón. Me dijo que no había forma de saberlo, al menos no sin cortar su tronco para mirar sus anillos. Pero ¿quién querría hacer una cosa así?”