Estancados

Tengo tatuada en un costado de mi espalda, con la caligrafía de mi padre, “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, hermosa frase del poeta Antonio Machado. El motivo por el que escogí hacerlo con su letra tiene una razón: su espíritu libre, que me enseñó siempre a escoger mis caminos, a construirlos en su transitar y a virar si lo creía necesario. 

Hace un par de semanas pasé unos días en Necoclí, un pequeño pueblo en el Urabá antioqueño. Muchos de mis caminos andados me han llevado a este lugar, pero, sobre todo, a aquel recorrido de la mano de mi padre. Necoclí era su hogar. 

En este municipio he pasado muchos atardeceres. Inmóvil. Con sus calles semi pavimentadas, la calma que reina en el ambiente, la champeta y el bullerengue de fondo, su playa café y su mar casi dulce, sus historias y paisajes propios del realismo mágico de Gabo. Con su encanto y su evidente subdesarrollo, así he amado yo ese pueblo. Pero este Necoclí que me encontré en este ultimo viaje es otro.

Hoy, famoso por la crisis humanitaria que alberga en sus calles y playas, ese Necoclí, el del extranjero, dista mucho de lo que algún día fue. 

En sus calles se habla creole haitiano, hay más extranjeros que locales y el turismo, ese que sostenía gran parte de su economía, brilla por su ausencia.

Las historias que se cuentan son desgarradoras. Familias que buscan a quién regalarles sus hijos porque los coyotes sólo les permiten cruzar el Darién con un menor a cuestas; niños y niñas muertos de hambre o de picaduras en la mitad de la selva, náufragos a los que se les pierde el rastro, familias atomizadas por toda la ruta hacia los Estados Unidos, mujeres violentadas sexualmente a cambio de su paso hacia una supuesta mejor vida. Muerte, desesperanza, desconexión. 

Los caminos andados por estas familias son, sin duda, rocosos, con abismos. 

Pensar en el dolor de una madre entregando su hijo a un desconocido como única opción para “vivir mejor” en un país completamente desconocido, despedaza el corazón. Su camino recorrido, ese que por azar le correspondió, tuvo que ser demasiado sombrío para terminar escogiendo el desarraigo y el abandono como solución de vida. 

Esta crisis migratoria de talla internacional dejará un pueblo con muchísimas heridas. Según el gobierno, hoy hay aproximadamente 7.000 migrantes “estancados” en las playas de Necoclí y, en sus peores momentos, ha llegado a cifras hasta de 22.000 personas esperando su paso hacia el Chocó.

En los últimos meses ha colapsado el sistema de servicios públicos. El agua potable ha comenzado a escasear, así como algunos alimentos. Los precios de la canasta básica se han visto altamente afectados, el sistema de salud ha estado al tope y la nueva economía dolarizada no deja espacio para la vida cotidiana de los locales. 

No hay mucha esperanza de una pronta solución. Mientras cada día llegan entre ochocientos y mil migrantes, el pacto entre Colombia y Panamá establece únicamente un permiso de entrada al país vecino de 500 personas diarias. Las autoridades panameñas han informado que cuentan con más de mil reportes de abusos sexuales y trata de personas en el paso por el Tapón del Darién, y a lo largo del 2021 han transitado aproximadamente 19.000 niñas y niños por Necoclí, donde por lo menos 5 han fallecido en su travesía y más de 150 han llegado sin sus padres a su destino final, según UNICEF. Estas cifras son tres veces la sumatoria de tránsito de migrantes infantiles en los últimos 5 años. 

El panorama es desolador. Una crisis de esta magnitud incrustada en un pequeño pueblo caribeño de apenas 70.000 habitantes. Una crisis que, además, no nace aquí y que la solución, en manos de Colombia o de Panamá, no sería una solución de fondo. Una crisis que data de muchos años atrás, pero que se ha visto intensificada, como tantas otras cosas, con la pandemia del Covid-19. 

Hoy los lugareños no tienen la esperanza de que sus calles vuelvan a ser las de antes, el turismo ha renunciado a la espera de las temporadas altas y se ha resignado al alquiler de cama noche a $6 USD, las autoridades locales, desesperadas, no saben qué más puertas tocar; y los migrantes, víctimas de una historia sin oportunidades, se aferran a su único deseo de cruzar el Darién en tan sólo 4 días, sin enfermedades, sin picaduras, sin abusos sexuales, sin más coyotes despiadados, como otro pequeño logro de ese gran sueño de llegar al país del norte. 

Si mi papá viviera, no reconocería hoy su pueblo.   

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