No sabía lo que se escondía en mi cabeza. No las ideas, ni las inseguridades. Sino lo que salía de ella. No a través de las miradas ni de las palabras. Se trata de esos espirales que se mueven en desorden, que se baten sin la brisa adornando los cabellos. Se dice que los espirales son la forma perfecta del universo. Culturas primitivas y grandes civilizaciones precolombinas se relacionaban con las formas espiraladas. Eso lo conocí de boca de un profesor investigador español apasionado por el tema en visita a Barranquilla para un congreso de comunicación. Me contaba impresionado cómo algunos pueblos indígenas de varias latitudes, coincidían en los espirales como conexión espiritual y como comunicación trascendente interna, reflejados en sus arquitecturas cónicas, ornamentos y rituales. 

Desde entonces no vi los espirales como antes. Los tornados, la forma de las olas, la traslación de los planetas en su viaje alrededor de la galaxia, las formas de las flores, el caparazón de los caracoles, parece se organizaran como encontrando un equilibrio en el universo. 

A la medida perfecta la llaman espiral dorada, con ella se calcula la proporción áurea presente en el arte, la naturaleza y el cuerpo humano. Pero no voy a quedarme analizando logaritmos.  

No hay lugar del cuerpo que más exprese orden o caos que el cabello. Y es esencialmente el espiral del cabello el que condena. 

Contraria a esa perfección que promulgan las formas naturales espiraladas, nacer con cabello crespo necesita un proceso de descubrimiento y aceptación. Hay una historia oculta en ella, vestida de certezas y necesidad de vigilancia y censura que pasa invisible pero que atormenta. En un culto a la belleza colonial mantenida hoy día por el mestizaje, los espirales en el cabello crespo significan una salida de la norma. Se ven como lo malo, lo feo, lo desarreglado. Y es que la industria de la belleza se refiere al cabello crespo o rizado como el cabello rebelde que hay que disciplinar, aplanar, enderezar. Hace sentir que está mal tenerlo, que debe quitarse. Y con esa idea se aprende a vivir, tratando de ocultarlo, aplanarlo, estirarlo, que siempre esté straight, como dirían en inglés, para que vaya también derecho, por el camino correcto, para que permanezca sumiso. Como si eso pudiera aconductar también quien lo porta. Hoy, a pesar de las iniciativas para reivindicar el cabello afro como expresión de identidad, se sigue pensando que el cabello liso es la norma del orden y la belleza. 

Pero fue justamente el espiralado cabello el que generó la indisciplina en la época de la colonia, y esto fue sinónimo de libertad. Todo por una cabeza poblada de espirales en aquel desagradable capítulo de esclavitud contra negros y negras en el continente americano. En Colombia, a través del cabello, las mujeres negras tejían con trenzas las rutas de escape para llegar al Palenque, el pueblo libre. Según las formas de las trenzas se contaban el mapa de dónde había ríos, tropas militares o montañas. También escondían en las trenzas espiraladas las semillas para plantar en su nueva tierra emancipada. 

A pesar de esa tradición heroica, se le llama pelo malo, chonto, chuto o paracúo. Su rechazo ha llevado a alisar el cabello a millones de mujeres de ascendencia negra, desenredando sus historias de lucha, borrando su pasado ancestral, blanqueando su legado. Y a eso se le llama la nueva esclavitud. Alizar el cabello en cada crecida, especialmente para las mujeres, mantiene un ritual de estiramiento constante, para negar los rastros y parecerse más a eso que se considera bonito y ordenado, pagando el precio con el bolsillo y el dolor físico de los halones y quemaduras del cuero cabelludo por los químicos de aliser o formol.  

Por eso, organizaciones de mujeres enseñan el arte de las trenzas para mantener la identidad de la herencia africana en Colombia. Otras iniciativas se han extendido, especialmente en territorios de la gran cuenca del Caribe. Puerto Rico, República Dominicana y colectivos de mujeres y emprendedoras en algunas ciudades en Colombia, reconstruyen el amor, la vanidad y el cuidado de sus cabellos crespos, con procesos de reivindicación de su identidad.  Y todo este movimiento impulsa a que se redefinan los estándares de belleza en una industria estética en las que especialmente ellas nunca se ven representadas. 

Por quienes lucen sin complejos sus rizos, crespos, ondas y toda aquella hebra de cabello que decidió ir contra la gravedad y el orden a través de un espiral, porque detrás de esa aparente anarquía estética, se encuentra el equilibrio necesario para reclamar la memoria histórica de una lucha por la libertad, en todos los sentidos, que cuestiona el mandato social de verse iguales.  

Ser mujer y soltar la mata de pelo al aire, dejar sus espirales expandirse y encogerse hacia donde les dé la gana, es también una forma de desquitarse de la norma; la atropella, la desafía. Dejarles existir es también un acto político. 

Terminando esta columna, uno de esos espirales de mi cabello se asoma para leer estas letras. Se deja caer por la frente sin llamarlo, se mete en la línea visual husmeando lo que ven mis ojos.  Ahí está, siendo testigo de lo que me hizo escribir. Ya hasta pienso que se ríe de mí. 

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