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En su última columna de La República, Alberto Bernal cuenta la historia de cómo su familia, a lo largo de tres generaciones que van desde su abuelo hacia él, vivió un proceso de movilidad social intergeneracional ascendente notable. Todo, nos cuenta Bernal, gracias a los esfuerzos iniciales de su abuelo, quien a punta de trabajo duro y un poco de suerte logró estudiar una carrera universitaria, y también gracias al hecho de que transmitió su disciplina y persistencia al resto de su familia, en la cual “no existe la palabra derecho”, “no hay un solo mantenido”, “nadie vive del Estado”, ni le “pide nada al gobierno diferente a seguridad y que nos dejen trabajar en libertad”.
A renglón seguido, Bernal resalta cómo “los valores que caracterizan a nuestra familia inmediata cada vez son más ajenos a esta «nueva sociedad» de gente empoderada que exige que se respeten sus «derechos» [sociales]”, y aprovecha para lanzar una dura pulla en contra de Gustavo Petro y Francia Márquez y su defensa del derecho a “vivir sabroso”, algo que para Bernal no significa nada diferente que premiar la mediocridad y desincentivar el esfuerzo individual, a su juicio único motor de la vida social.
Entiendo el argumento de Bernal y creo que un número significativo de colombianos se puede identificar parcialmente con él: muchos venimos de familias cuya situación socioeconómica ha mejorado de manera notable entre diferentes generaciones, y nos sentimos, con razón, orgullosos de ello, de los logros de nuestros padres y abuelos. Pero esto no nos tiene que llevar a concluir, como lo hace Bernal, que no existen razones para buscar introducir modificaciones a nuestro statu quo, marcado por una aguda desigualdad socioeconómica que se manifiesta no solamente en desigualdad de ingresos, sino especialmente de oportunidades.
El esfuerzo individual es, por supuesto, importante, fundamental, no voy a negar eso. Pero este, por sí solo, no siempre basta para salir adelante. Personas como Bernal o como yo tuvimos la fortuna de nacer en cunas de oro, en familias económicamente acomodadas que nos pudieron garantizar alimentación, techo, seguridad, educación, ocio, y otros bienes sociales básicos para vivir una vida digna, para, literalmente, “vivir sabroso”.
Pero no todos los colombianos han tenido el mismo acceso a este tipo de bienes y oportunidades desde los inicios de sus vidas y esto, innegablemente, repercute en el desarrollo de las mismas. En 2015, un equipo de la Universidad de los Andes publicó un estudio sobre la “lotería de la cuna” en el país, en el que se concluyó que “Colombia es un país relativamente inmóvil. Quienes nacen en un hogar cuyos padres alcanzan altos niveles educativos y que, por lo tanto, tienen mayores niveles de riqueza, tienen una alta probabilidad de llegar a la edad adulta bajo condiciones socioeconómicas muy favorables. En contraste, quienes nacen en un hogar cuyos padres tienen bajos logros educativos y por lo tanto bajos niveles de riqueza es casi inalcanzable consolidar un hogar en donde se haya dado una movilidad social positiva y significativa como adultos”. En pocas palabras, el camino de vida de buena parte de los colombianos no depende de sus propios esfuerzos, acciones y méritos, sino de un factor completamente arbitrario desde el punto de vista moral: la suerte.
Estas diferencias en la suerte de las personas no son en sí mismas una injusticia, pues precisamente debido a que se trata de situaciones moralmente arbitrarias, nadie es responsable de ellas, y la justicia o injusticia no pueden predicarse de aquello por lo cual nadie es moralmente responsable. Pero, como dice John Rawls, de lo que sí puede predicarse la justicia o la injusticia es respecto de la manera en que las instituciones sociales responden a estos hechos arbitrarios.
Es por ello que la exigencia de derechos, en contravía de lo que piensa Bernal, no es ningún exabrupto, sino una demanda básica de justicia que exige al Estado, una de nuestras instituciones sociales centrales, que responda a la arbitrariedad moral de las desigualdades socioeconómicas mediante políticas públicas dirigidas a corregir, sino directamente a estas, al menos a sus nocivos efectos.
Es cierto, como dice Bernal, que los derechos sociales no son gratuitos y que su financiación es un asunto espinoso. Pero como mostraron Stephen Holmes y Cass Sunstein en El costo de los derechos. Por qué la libertad depende de los impuestos, ningún derecho –ni civil, ni político, ni social– es realmente gratis, pues incluso los derechos civiles, que tradicionalmente son vistos como derechos cuya garantía solo requiere de la no-intervención del Estado en la vida privada, en realidad necesitan de instituciones estatales que los garanticen, como un sistema de administración de justicia eficiente, cuyo funcionamiento no es gratuito y depende, al igual que ocurre con cualquier otra institución estatal, de los impuestos.
La exigencia del derecho a “vivir sabroso”, en últimas, representa el anhelo de un radical cambio del arreglo distributivo existente en la sociedad colombiana, que es protegido y mantenido por nuestras instituciones estatales. No sabemos, claro está, si este cambio realmente significará una mejora respecto del statu quo, pues como se suele decir, del dicho al hecho hay mucho trecho. Pero esta “gente empoderada que exige que se respeten sus «derechos»” no lo hace por capricho, pereza o falta de berraquera, sino porque es lo justo. Y por justicia he decidido apoyarlos en este intento, porque no solo quienes venimos de contextos privilegiados tenemos derecho a “vivir sabroso”.