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Valentina Toro

Ese mito urbano llamado Inclusión

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Hace un par de noches estuve con mi pareja en un bar de Medellín y pedí un coctel, el cual me trajeron en un vaso que, naturalmente, no puedo levantar. Para hacerles la explicación muy fácil, mi condición hace que sea necesario utilizar un pitillo para consumir bebidas (o, en su defecto, cierto tipo de vasos muy específico). A raíz de esto, en los últimos años me he convertido en “enemiga del medioambiente”, “traidora de los millennials”, “inconsciente”, y un largo etcétera.

Pues bien, en mi caso, el espacio público suele ser un campo de batalla del que rara vez salgo invicta (quienes se identifiquen con esto, estarán familiarizados con los dolores de espalda, los espasmos musculares y demás), y el uso del pitillo en bares y restaurantes pasó de ser una necesidad a convertirse en una caza de brujas que, hasta hace muy poco, me hacía sentir vergüenza de salir con mis amigos porque sabía que sería juzgada. Volviendo a la anécdota, cuando recibí el coctel en el bar le solicité a la mesera un pitillo. “No manejamos pitillos”, me dijo ella. Le pedí entonces que preguntara si podían buscar una solución para yo tomarme mi coctel. Se fue por diez segundos y cuando volvió, repitió: “no manejamos pitillos”. Para que se diera cuenta de lo obvio, y cruzando la línea de lo que es humillante, extendí mis dos manos sobre la mesa y le dije que, entonces, no podía tomarme el coctel, y ella, como no vio más opción, me retiró el coctel y se lo llevó. A este evento le siguió una larga conversación con el administrador, muchas explicaciones que, de nuevo, cruzan la línea de lo humillante por lo incómodo que resulta tener que justificarse en las necesidades especiales para acceder a algo tan elemental como consumir una bebida. Esto, como se lo hice saber al administrador, no es un error de servicio. Esto incurre en un acto discriminatorio que pasa por alto a los ojos de muchos y que suena a exageración, porque el capacitismo nos ha hecho creer que todo el mundo puede y el que no puede es porque no quiere.

El capacitismo (ableism en inglés) es aquello que las mayorías tienen impreso en el imaginario colectivo y que les hace tener respuestas como: “¿pero por qué no carga su propio pitillo?” o “la próxima vez pida ayuda para que le den la bebida”. El capacitismo deshumaniza a las personas con necesidades especiales porque es difícil ver más allá de las propias capacidades y es más difícil aún ponerse en los zapatos del otro cuando las necesidades físicas más básicas están suplidas.

El capacitismo es la razón por la cual los parqueaderos marcados para personas con discapacidad son utilizados por Porsches o Ferraris para que otro carro no se los raye, o la razón por la cual los baños accesibles suelen estar mal ubicados. También es la razón por la cual hoy en día todavía se construyen edificios sin rampas, aceras con baldosas podotáctiles que se cruzan con un poste, ascensores sin señales en braille, y la lista sigue y sigue. Pero el mayor peligro que encierra el capacitismo es creer que la solución para las personas con discapacidad es, sencillamente, pedir ayuda.  

Cuando a mí me cuestionan por pedir un pitillo, o me preguntan por qué no cargo un pitillo en el bolso, o incluso ponen en entredicho mis necesidades porque les parece que trabajo mucho y eso no es tener necesidades, se está incurriendo en un capacitismo discriminatorio.

No hemos entendido que la inclusión no se reduce a reconocer la diferencia y celebrarla. La inclusión implica acciones de fondo, implica moverse de la propia zona de confort para que otros también tengan comodidades. La inclusión no es admirar a alguien por todo lo que ha luchado, sino levantarse y construir un mundo donde cada vez tengamos que luchar menos.

La inclusión seguirá siendo un mito urbano hasta el día en que decidamos mirarla de frente y comprender que un mundo accesible para las minorías es un mundo mejor para todos.

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