Escribo para niños, pero pienso en los adultos

Escribo para niños, pero pienso en los adultos

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Crecí habitando las historias. Desde que aprendí las letras que las componen, cada una de ellas era en sí misma una historia. La G era una laguna redonda a la que un Gigante abrió un hueco en una orilla. La M era una montaña partida por la mitad, donde los enanos escondieron un tesoro. La Y era una yegua a la que marcaron las hadas con tiza blanca desde las orejas hasta la nariz. Cuando nos servían la comida, nos contaban historias sobre la lluvia que riega la tierra y el sol que hace germinar las semillas, sobre los insectos polinizadores que van por el aire y los árboles que esparcen energía bajo tierra con sus raíces. Crecí, también, pensando que los pinceles que usaba tenían cerdas blancas porque eran barbas de gnomo y que las cosas que dejaba por ahí se perdían por culpa de los duendes.

Hoy, mi vida entera gira en torno a las historias, en letras y en dibujos, y pocas veces logro desligarme de ellas, porque me persiguen como polillas a una luz nocturna. Sueño en historias, hablo en historias, pienso en historias y, por supuesto, trabajo con y por las historias.

Una cosa: mis historias suelen erigirse en el terreno de lo infantil.

Muchas veces me hacen preguntas como “¿y para cuándo un libro de adultos?”, o “¿no te has atrevido a escribir algo más grande?”, como si la infancia no fuera lo suficientemente inmensa, como si no fuéramos hoy los adultos que somos gracias a la infancia que tuvimos, como si no hubieran sido esas primeras historias las que dibujaron el camino que elegimos seguir.

Pensamos en lo infantil como si fuera un sinónimo de lo “infantilizado” y le tenemos tanto miedo a ser infantilizados (reducidos, despojados de nuestra voz) que le huimos a todo aquello que tenga la etiqueta “para niños”. También, quizás, sea esa la razón por la cual muchos padres y madres eligen libros para sus hijos sin fijarse en lo que dicen. Que sean fáciles y rápidos. Que si hablan de cosas difíciles, si los cuestionan, si los ponen en el parangón de responder preguntas complicadas, puedan  cerrarlo enseguida y mejor entregar el celular. Pensamos que lo infantil es fácil porque decidimos olvidar nuestra propia infancia, las tragedias que la componen, las dudas, los silencios, las explicaciones a medias. Y nos sumergimos en la adultez convencidos de que ya crecimos, nos hacemos los sordos cuando esas mismas dudas regresan para asaltarnos. Alguien nos hizo el daño de creer que la infancia es sólo un escalón para llegar a la adultez, por tanto la literatura infantil es sólo un escalón para llegar a la literatura adulta, la que verdaderamente importa.

Yo me quedé sentada en ese escalón, tal vez por miedo a olvidar esos cuentos de hadas si continuaba subiendo. Y en ese escalón descubrí que la infancia nos atraviesa hasta el día en que seamos viejos.

Escribo para niños porque pienso en los adultos que llegarán a ser, en las travesías que tendrán que atravesar, en los conflictos que llegarán y las preguntas que exigirán respuestas. Pienso en ellos como futuros adultos y en el mundo que habitarán, en los animales que solo llegarán a conocer por las leyendas que se cuenten sobre ellos, en los paisajes que a nosotros nos resultan tan familiares y que para ellos, posiblemente, solo hagan parte de la ficción. Pienso en el absurdo que supone para cualquiera el acto de crecer e intentar entender lo mucho que se pierde en el camino.

Y si todas estas razones no fueran suficientes, escribo para niños porque intento relatarme mi propia infancia, porque la perspectiva (tal vez la única ventaja de ser adulta) me ha permitido ver lo que antes desconocía, porque ahora conozco las palabras con las que antes no contaba para describir la soledad, el miedo, la ausencia, el asombro, la alegría o el amor. Lo hago también como una manera de devolver el favor a todos aquellos mentores que me dieron la mano para transitar ese extraño camino que es crecer: Maurice Sendak, Roald Dahl, Michael Ende…

Escribir para niños es quizás la mayor hazaña que haya emprendido en mi vida, porque no solo se es escritor, sino también confidente, amigo, puente y refugio. Porque el lector infante (un término que encierra en sí mismo la razón para escribir: infante es, según su origen latín, “el que no habla”) necesita una voz. No una doctrina ni una moraleja, sino una voz, una apropiación del mundo, un puerto seguro para comprender aquello que, de otra manera, le será por siempre ajeno.

Tengo, además, una última razón oculta: escribo para niños porque, muy en el fondo de mi corazón, espero apelar a los adultos que hoy, por algún motivo, quieran reconciliarse con el niño que fueron, y encuentren entre las páginas el abrazo que hizo falta para sentirse respaldados.

No es fácil crecer. Duelen los huesos, pero también duele el alma. Los libros infantiles son un amuleto, una llave para desbloquear nuestra propia adultez. Las historias siempre serán una brújula que nos lleve a un lugar seguro: el de la reflexión.

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