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Esta semana, en dos ocasiones, me llamaron para hablar sobre mi experiencia con la escritura y los libros. Con un poco de vergüenza acepté ambas invitaciones. No me considero escritora ni experta en literatura. Solo soy una persona a la que le gusta mucho leer y escribir. Parece que esa característica es un bien escaso.
El primer encuentro fue en el café Arboro, en Laureles, junto a la escritora Juliana Echeverri, quien hace poco publicó su primera novela, Los grises sobre el lienzo. Una historia enigmática sobre una mujer que está recomponiendo los trazos de su vida y los recuerdos luego de un accidente. En ella se percibe cómo aquello que el cuerpo y el corazón han sentido no puede olvidarse, aunque la memoria falle. Descubrí, gracias a Juliana, que para escribir no se necesita la aprobación de nadie, más que la de uno mismo, y que una imagen o un recuerdo, pueden convertirse en un martillo que nos golpea el cerebro hasta que le demos vida en el papel para que trascienda.
Luego, Maria Antonia Rincón, una compañera de este medio, nos invitó a algunos columnistas a hablar sobre el proceso de creación y la importancia de la lectura con estudiantes de pregrado de la Universidad de Medellín. Una de las preguntas que me hicieron fue ¿Por qué actualmente, en la era de la inmediatez, sigue siendo tan importante leer y escribir? Respondí de manera torpe lo primero que se me ocurrió: “Porque es un antídoto precisamente a eso: a lo inmediato. Leer y escribir nos anclan al presente. Es una forma de meditar, de introspección, de resistir al paso del tiempo, de sobrevivir”.
Compartir escenario con personas a las que admiro y conversar sobre lo que para mí es esencial, tan normal como tomar agua o respirar, me hizo pensar en lo que ha significado tener un contacto permanente con los libros, con las historias, con mi mundo interior que moldeo cuando escribo. Puede sonar muy romántico, pero esa respuesta que di se debe gracias a todo ese tiempo que he pasado en silencio leyendo y, con mucho esfuerzo y voluntad, escribiendo. Mi papá tiene un aforismo que lo resume: “Solo quién ha escrito dos líneas sabe las horas de lectura y reflexión que hay detrás”.
A veces me invade ese famoso síndrome del impostor que hoy es tan latente, debido también a esa inmediatez, pues a través de las pantallas vemos que todo el mundo es experto en algo y hay recetas y tips para todo: cómo viajar más barato, cómo criar a tus hijos, cómo hacer una cena deliciosa para cuatro personas en diez minutos, cómo ganar 1.000 seguidores en tres días, dónde y qué mercar, cómo manejar mejor tus finanzas en tres simples pasos, cómo escalar el Himalaya en tan solo dos días y dos noches, cómo convertirse en un deportista de alto rendimiento practicando solo estos dos ejercicios, qué leer, qué pensar, qué decir. Es agobiante. No solo la cantidad sino la calidad de la información que, además, va a la velocidad de la luz. La lectura y la escritura como actos de contemplación nos invitan a vivir más aquí que allá y más en el hoy que en el mañana.
Entonces me observo y me escucho. Me cuesta hacer una pausa, porque claro, yo también entro en esa espiral demencial de lo instantáneo y me doy cuenta de que estos dos oficios han sido mi mapa y mi brújula, son el horizonte que a veces se nubla, pero en cuya profundidad busco sin detenerme el sentido de la existencia. Son lo que me permiten, como dice Carolina Sanín, “pasar fijándome”.
Desde hace años me pregunto ¿para qué sirvo? ¿en qué soy buena? Y la respuesta siempre es difusa, como una estrella que se apaga a lo lejos en el espacio. Pero esta semana, en esos dos momentos, pude constatar con alegría —y un poco de orgullo— lo que ya intuía: que la utilidad y el éxito son conceptos arbitrarios. Existir, pensar y superarse a uno mismo con la libertad de los principios es suficiente. Y leer, siempre leer, para no olvidar que todas las historias son dignas de contarse.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/