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«Mija, que aburrición, no me parece justo que esté con salud y esté acá encerrado sin hacer nada». Fueron las palabras que me dijo mi padre hace algunos días cuando hablábamos sobre su situación financiera y la destinación de su tiempo.
Mi padre vivió su juventud entre los 80 y los 90 en Medellín. Nuestra familia viene de condiciones de empobrecimiento complejas que no le permitieron pensar mucho en el futuro, sumado a una época en la que en cada esquina se podía perder la vida, lo que desencadenó en un esquema de pensamiento de la supervivencia diaria. Ninguno de sus trabajos como pintor de casas o contratista de obra blanca le permitieron pagar su seguridad social y sus empleadores tampoco velaron porque él pudiera hacerlo por sus propios medios. La informalidad, la ausencia de ahorro, los gastos diarios, las situaciones familiares, la poca educación y sus propias decisiones hicieron que hoy su proceso de envejecimiento no pueda vivirse en condiciones dignas.
Como él, tenemos varios vecinos, familiares, y personas en situación de calle. Nuestros barrios, puentes, estaciones del Metro, avenidas principales están llenas de personas mayores sin condiciones para su envejecimiento; los vemos vendiendo dulces o pidiendo dinero para sus medicinas en los semáforos. Otros hacen mandados y los «más afortunados» asumen el rol de cuidador de las nuevas generaciones a cambio de techo y comida.
Según los datos de Medellin Cómo Vamos, la ciudad está entrando en el ciclo poblacional en el que serán más las personas mayores, fenómeno que se conoce como «bono demográfico». En su informe del año 2020, afirma que «la población mayor de 60 años pasó del 10% de la población en el 2005, al 15% en el 2020 y será el 18% en 2026. Con respecto a las proyecciones a 2035, Medellín tendrá una de cada tres personas mayores de 50 años y será, junto con Cali, la ciudad principal que mayor proporción de mujeres mayores de 50 años tendrá, con 59% del total de personas en esa edad».
Este panorama nos plantea nuevas preocupaciones y nos debería poner a reflexionar sobre el hecho mismo de envejecer, pero no porque el asunto relevante sea la edad; la reflexión debe radicar en las condiciones y la precariedad a la que están condicionadas muchas personas al llegar a su vejez. Aquellas personas, especialmente mujeres, están llegando a su mayoría de edad empobrecidas, con redes de apoyo frágiles, sin acceso a pensión, sin vivienda, en condiciones de salud difíciles. A esto se le suma las ínfimas acciones del Estado: las políticas públicas sobre envejecimiento y personas mayores son insuficientes, máxime cuando el enfoque asistencialista no permite que se considere la vejez como un estado de plenitud en el que se tienen que reconocer los derechos de autonomía, independencia y esperanza de vida saludable. Los centros gerontológicos públicos o de fácil acceso son pocos y no tienen las mejores condiciones para ofrecer una buena calidad de vida a sus usuarios. Envejecer con dignidad es un privilegio de clase.
¿Qué le sucederá a esta ciudad que envejece en condiciones de empobrecimiento? ¿Qué pasará con las juventudes que son la otra fuerza productiva y tampoco tienen condiciones de acceso al empleo? ¿Qué sucederá con las personas mayores de 50 años que son despedidas de las empresas sin ninguna explicación y que ya nadie les dará empleo por su edad? Las estamos condenando a la informalidad y a la miseria.
Aunque la situación de mi padre me duele y me afecta hace muchos años -desde antes de salir de la universidad cuando ya había decidido convertirme en proveedora de él y mi madre- sé que ellos tienen una red de apoyo que no permitirá que aguanten hambre, que contarán con mi fuerza productiva y mi voz que estará siempre buscando la transformación. Porque los conozco, sé que ellos seguirán en la lógica del rebusque y estarán en movimiento para buscar satisfacer sus necesidades siempre que su salud se los permita, pero ¿qué pasa con el resto que no tienen un sistema de cuidado que los ampare?
Esta columna la hice pensando en mis padres, pero también en Elías, en Ramón, en Oliva, en la señora que vende sánduches en la estación Industriales, en la que vende migajas en la estación Floresta; en Serafín, que vive en una terraza y solo puede comer cuando le llega el subsidio de $150.000 que le da la alcaldía cada dos meses y en la señora que va todos los días a la casa de mi madre a comer y luego se va para la habitación en la que paga $20.000 diarios y que todavía no entiendo cómo logra conseguirlos.
Para ellos y todos los viejos de esta ciudad, feliz navidad.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/luisa-garcia/