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El teatro Pablo Tobón Uribe valió un millón de pesos. Fue en 1952 cuando Pablo Tobón Uribe entregó –obviamente con un par de asteriscos tributarios– el capital inicial para el teatro, que entregaría la mejor acústica de la ciudad para los casi mil espectadores que se pueden aglomerar en su cajita de sonido. Allá estuve el viernes pasado, fascinado por la sencillez del teatro que, en vez de ser ostentoso en su forma, se deslumbra mucho más por lo invisible y efímero: los espectáculos. Es su acústica, su sistema de luces moderno y la creatividad de sus artistas lo que elevan este teatro a una dimensión superior. No es como el Concertgebouw de Ámsterdam, que se puede dar el lujo de hospedar shows aburridos –aunque rara vez lo hace– con la excusa de su opulenta madera, su magnífico órgano, y su fachada subyugante. El teatro no suplanta al espectáculo; es un escenario exigente.
Para eso están los artistas. Y los artistas antioqueños y colombianos, que no tienen nada que envidiarle a ningún vienes, bostoniano, ni parisino. Porque lo que pude disfrutar el viernes pasado fue una exposición de talento, amor, y trabajo que me recuerdan que en Colombia se puede disfrutar de las delicadezas de la cultura al igual que en cualquier ciudad del mundo. Es más, a un mejor, porque es a la antioqueña. Del conductor, el artista Julio César Sierra, no sé mucho, desafortunadamente. Sé que ha ganado Latin Grammys, que ha trabajado en Hollywood y que es un exponente del talento antioqueño en la música sinfónica y urbana. Pero hasta ahí sé.
Pero creo que uno conoce mucho mejor a un artista cuando tiene el privilegio de verlo forjando su arte. Porque son solamente los de verdad los que ya son capaces de despojar los nervios y las dudas, y darse cuenta de que los segundos rodeados de su arte que aman son los que para ellos justificará pasar por este mundo. Julio César, de manera impecable, con sus intervenciones divertidas pero profundas entre pieza y pieza, demostró eso. Nunca se apuró, ni durmió un aplauso. Nunca perdonó la oportunidad de hablarle a los mil oídos que tenía sentados en esa audiencia para moverla no solo con su batuta, también con sus palabras.
“La música es difícil, porque a diferencia del libro que se puede tocar, del cuadro que se puede mirar o de la escultura que se puede acariciar, es un arte de lo que no está”, nos decía. “Yo puedo mirar estos violines, o esas flautas, pero nunca me mostrarán mi arte. La música es efímera, tácita”, añadió al silencio que solo violaba él. Tiene razón. Y Mahler, si estuviera con nosotros, añadiría, peleándole, que “la mejor manera para un compositor de disfrutar su música es leyendo la partitura porque ahí ningún músico se equivoca”. Pero eso es para los maestros distintos. Los superhumanos de la música. Julio César sabe que el arte no es una hazaña solitaria, algo que le pasa a esos maestros abstraídos por su propio genio como Mahler, que se frustran frente a nuestra mera humanidad. El arte no es solitario ni en su creación ni en su existencia. Son mentirosos los escritores, pintores, músicos, compositores y escultores que dicen que ellos hacen su arte para ellos solos, o hasta para el arte mismo. “La poesía no pertenece a quien la escribe, sino a quien la necesita,” le dijo su postino Mario Ruopolo una vez a Pablo Neruda. Y creo que lo único desacertado de Mario es que lo limitó a la poesía. “El arte no pertenece a quién lo cree, sino a quien lo necesita,” creo que quería decir. Y Julio César lo necesitaba quizás tanto como yo esa noche del viernes, pero yo también. Y puede que otros que estábamos ahí también, en ese manso escenario. A él, a la orquesta, queda decirle gracias. A usted, mi querido lector, es recordarle que usted probablemente también necesita algo de arte. Vaya y búsquelo que anda afuera, acá, en nuestra ciudad. Que se deja encontrar, que hay gente que anda buscando a los ojos y oídos que lo necesitan.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/