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Omelas es un pueblo idílico. Tan idílico, que la autora Ursula K. Le Guien, no quiere obligar al lector a que imagine Omelas bajo su concepción de perfección. En cambio, nos extiende una invitación a hacer un ejercicio: ignoren mis postulados en estas páginas y construyan su pueblo perfecto. Una sociedad, no una distopía -contradictoria y controladora de Orwell- ni una utopía banalmente feliz de Huxley. No, una sociedad compleja, que contiene tristezas, cultura, cuestionamientos existenciales y humanidad. Nos invita a dibujar la línea entre las cosas innecesarias, pero no destructivas (las lavadoras, las neveras y hasta los celulares), para que decidamos qué insertamos o rechazamos en nuestro cuadro de Omelas. Que imaginemos a los habitantes puristas y monógamos, si eso queremos; o lujuriosos y psicodélicos, si eso nos parece mejor.
Le Guien nos dice, ”Quizá fuera mejor que se lo imaginaran según su propia fantasía», y después reconoce, «pues lo que sí es cierto es que no puedo armonizar con todos [los lectores].» Nos plantea de que los paraísos deben ser personales, adaptables. «Los que se alejan de Omelas», termina siendo un experimento moral que se nos presenta como cuento.
Pero ojo, hay un asterisco en el cuadro de Omelas que introduce Le Guien en la tercera página del cuento. En el sótano de una de las hermosas casas de Omelas, o bajo uno de los edificios públicos compartidos por toda la población, vive un niño. Este niño, que puede también ser niña, aunque tiene diez años, parece de seis y es retrasado mental. Vive encerrado sin luz, sufriendo, sollozando, famélico y enfermizo. Vive desnudo, come y toma agua una vez al día, y todo el pueblo de Omelas sabe que existe. Cuando los niños están en la edad entre ocho y diez años, se les enseña a todos los niños del pueblo sobre su existencia y, además, se enteran que sobre su sufrimiento eterno depende la felicidad idílica de Omelas. Las condiciones son absolutas: si se interrumpe, así sea por un instante, la prosperidad, la belleza y la dicha de Omelas, se acabaría.
Los habitantes, sobre todo los adolescentes, sufren unos años bajo la terrible paradoja de su existencia feliz. Rechazan que su sociedad sea construida sobre el sufrimiento de ese pobre niño. Gritan, lloran, y ruegan porque se librere y se rompa la mentira. Pero, a medida que pasan los meses y los años, la mayoría logra llegar a justificaciones similares. “El niño ha sufrido tanto que, aunque lo sacáramos del closet, sería incapaz de sentir felicidad”, piensan muchos. “Está demasiado acostumbrado a la penumbra, a estar sentado sobre su propia mierda, a desconocer la luz. No lo podemos sacar”, justifican otros. La paradoja no logra que ningún habitante haya jamás tomado acción, haya sacado el niño y haya admitido el crimen y roto la ilusión.
No obstante, hay algunos habitantes, unos adolescentes, otros adultos, que un día no vuelven a casa. Empiezan a caminar por la avenida principal, o el malecón, o la autopista y deciden no parar. Un día no vuelven a casa a llorar por el sufrimiento del niño. Deciden abandonar Omelas, caminar por los campos floridos que rodean el pueblo, o las montañas canosas que lo atrapan, y abandonar su complicidad sin romper la ilusión del pueblo. De abandonar la feliz prisión de los felices, e ir a un lugar que no conocemos. Que, nos invita Le Guein, imaginemos, porque ella no logra hacerlo. Y, exista o no exista, nos dice, esos ex-omelanos saben muy bien hacia dónde van.
Creo que la primera duda que se nos ocurre a todos después de leer el cuento es si somos Omelanos. Si somos cómplices de una sociedad que ha decido plantar sus raíces de su felicidad en el sufrimiento de quién sea ese niño. Si esto es una metáfora a los trabajadores de sweatshops en Asia que tejen nuestros zapatos o para las economías pobres que exportan sus minerales para que podamos manejar nuestros carros y usar nuestros celulares. Si Omelas se refiere a los soldados que son hipnotizados con los cuentos de la gloria y la patria para que sacrifiquen su vida para protegernos de ideas peligrosas, y todos nosotros no protestemos el absurdo de una muerte humana.
Quizás lo primero que me sorprendió fue que todos nos imaginamos primero como los Omelanos que como el niño. Y, que, como también casi todos nos asimilamos más con los que deciden permanecer en los festivales estivos, la arquitectura hermosa y la cultura perfecta, que con los que deciden no volver a casa y rechazar esa felicidad oscura. ¿Será que en nuestro mundo siquiera existe una avenida principal por la que podamos caminar y abandonar Omelas?
Nuestra complicidad moral con lo horrible que pasa en el mundo es un tema imposible de consolidar. Sabemos que hay cosas horribles que están pasando hoy, tanto alrededor nuestro como en otros océanos. Y, creo que es imposible bajar a ese sótano, liberar al niño y quebrar la ilusión. Pero sí hay que pensar en que existe el niño. Porque, aunque no seamos responsables directos de la infamia que pasa en el mundo, sí vivimos en él. Y aunque existe la posibilidad de que, como lo hemos hecho muchas veces en la historia, construyamos una sociedad que se sostiene en las columnas del sufrimiento de otros, también podemos rechazarlo. Nosotros tenemos una mucho mejor opción en nuestro mundo. No el que podemos imaginar, pero el que nos tocó. Podemos liberar el niño sin romper la ilusión. Podemos acercarnos más a ser Omelas sin dejar el niño en el sótano. Podemos rechazar su modelo, pelear contra Le Guien y afirmar que una sociedad feliz jamás podría ser como Omelas. Que la felicidad, lo idílico, es incluyente de manera absoluta. Que en este pueblo no habrá ni un solo sótano.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/