Juan Carlos Sierra, alias el “tuso”, era papá Montessori. Los hijos estudiaban con mis hermanas: uno dos años mayor, el otro tres menor que yo. No recuerdo nada que los hiciera resaltar entre sus compañeros. No había ningún motivo para sospechar que eran hijos del “tuso”, al menos bajo el canon de la narco estética paisa.
El “tuso” estaba extraditado en ese entonces. A los hijos un día se los llevaron a Miami, repentinamente. Escasamente lograron despedirse de sus compañeros. En ese momento fue que nos enteramos que el “tuso” Sierra era un papá Montessori: un papá deuno de los “mejores” colegios de Medellín tanto si se le miraba por resultados en el ICFES – a mucho honor de sus directivas – como si se miraba por el costo de su matrícula. Un colegio “bien”.
Recordé la anécdota hace poco después de un almuerzo en el que surgió la pregunta: “¿Qué hace excepcional a Medellín?”. Entre tantos mitos paisas, en mi visión hay uno – que en realidad no es tan mito –que sobresale: la profundidad y persistencia que las estructuras criminales tienen en la cultura de la ciudad.
La gobernanza criminal que existe en la mayoría de Medellín es lo más relevante de esta “excepcionalidad” paisa. Una tragedia en el día a día de cientos de miles de antioqueños, y de la que por mucho que se hable, no se habla lo suficiente. Sin embargo, esa no es la parte de la excepcionalidad paisa que quiero abordar en esta columna. Hay otra cara de la misma excepcionalidad, menos mencionada entre quienes esbozan los relatos y narrativas de la ciudad: la perduración que tiene la cultura del narcotráfico entre las “élites” antioqueñas.
Muchos medios relatan con asombro y mala intención cómo en la misma urbanización de La Calera en la que vivía Fico Gutiérrez capturaron a un cabecilla del Clan del Golfo, pintándolo como un cómplice. Les falta contexto: en la mayoría de conjuntos residenciales de El Poblado es probable habiten criminales de esa calaña. Sus vecinos podrán sospechar o no, podrán tener indicios o no, pero es algo que en su día a día no hace mucha diferencia: es un fenómeno demasiado común como para sobresalir.
En todos los centros comerciales de El Poblado, en todos los restaurantes de moda, se oye el mismo comentario: “los de esa mesa están como raros”. Hay bares en Del Este en los que confluyen las más altas dignidades políticas y empresariales con narcotraficantes. Inclusive conozco un par de historias de personas a las que han citada allá mismo a cuadrar cuentas y evitarse problemas. Sin embargo, no se arman escándalos: entre todo, es lo normal.
La arquitectura narc-déco de los edificios con piscina en los balcones de la loma de Los González que adorna el skyline, la historias de personas que son hijos de o fueron pareja de alias tal, la vestimenta opulenta y de mal gusto como distintivo, las camionetas Lexus blindadas hasta los dientes abriéndose paso como sea, el descubrimiento de una captura en un sitio que era supuestamente de “gente de bien”: todas ocurrencias cotidianas en las zonas más adineradas de la ciudad.
Cuando tumbaron el Edificio Mónaco, critiqué mucho la decisión. El Parque Conmemorativo de la Inflexión que construyeron en el sitio de la demolición me hace tragarme un poco las palabras, es un esfuerzo bien logrado de revertir la narrativa sobre la historia de la criminalidad de Medellín. Sin embargo, en el fondo mi crítica persiste: en vez de contar nuestra historia y reconocer sus flaquezas, en Medellín tendemos a esconder la profundidad que el narcotráfico tiene en nuestra historia y cultura, a tal nivel que es imposible huirle en nuestro día a día.
Fernando Vallejo cuenta una historia de cómo un día cuando estaba filmando personas en situación de calle para un documental en el centro de Bogotá, cuando una persona paró a gritarles: “ahí están hijueputas, filmando gamines para desprestigiar a Colombia”. Parecía estar más preocupada porque estuvieran documentando las personas en indigencia que por la situación de estas mismas.
Frente a la cultura traqueta, en Medellín me da la impresión que nos pasa algo parecido: nos preocupa más que hacia el exterior hablen de esa cultura que el hecho de que esta cultura siga siendo tan persistente en nuestra ciudad. La cuál es sumamente problemático, ya que esta cultura persiste y choca en las élites de la ciudad justo porque la mayoría de la ciudad está a la merced de estructuras criminales en su día a día. El problema está lejos de haberse ido.
Si Medellín quiere “reencontrar” su relato, podría dar un paso y empezar por hablar de frente sobre lo que se cimienta.