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¿Qué es la memoria? ¿Cómo se construye? ¿A quién le pertenecen los relatos? ¿Quién es el encargado de contarnos las historias?
En Medellín existe de la costumbre de callar las cosas. No todas, claro, solo aquellas que nos hacen quedar mal, los retratos que hacen evidentes los defectos: las arrugas, las cicatrices, las heridas abiertas que supuran. De eso, en esta casa, no se habla.
Algo similar hicimos cuando, tras meses de búsqueda y años de guerra, el cuerpo de Pablo Escobar quedó tendido sobre un tejado en el barrio Los Olivos, atravesado por las balas. De ese muerto, en esta casa, no se habla.
Barrimos bajo la alfombra y sobrevivimos como pudimos en esa Medellín de gente huérfana de patrón, violenta e intolerante que se llevó a mucha gente por delante. Solo entre 1994 y 2008 asesinaron en esta ciudad a más de 38.000 personas. O eso dice el informe Treinta años de homicidios en Medellín, Colombia, 1979-2008.
Es decir, entre la muerte del capo y el fin de la alcaldía de Sergio Fajardo, donde apareció aquel mensaje que aún repite el político de vez en vez: que pasamos del miedo a la esperanza. Pero en ese tránsito, nos faltó fuerza para levantar la alfombra y completar el relato que, ahora, se nos ha ido de las manos.
El temor o el odio o la rabia o la pena o la culpa —vaya uno a saber si una sola o todas esas cosas a la vez— nos impidieron mirar al abismo y entenderlo, saber el cómo y el porqué, mirarnos a los ojos y las manos y hacia adentro para contarnos qué fue lo que nos pasó en esos años en que nos cegó la abundancia, celebramos las gracias y le temimos al monstruo que desató una guerra de plomo y dinamita, y que dejó en evidencia, además, que con el dinero suficiente se pueden comprar muchos favores y conciencias.
No faltó pensarnos en serio y hablar en las casas, en los colegios, en las universidades, en los parques de los barrios sobre lo que nos pasó y por qué en Medellín fue posible que Pablo Escobar y el narcotráfico y sus formas y su estética y su ética nos convirtieran en lo que, de alguna manera, seguimos siendo.
Hay intentos. Cuando el cine, la poesía, la literatura o la música ha intentado retratarnos le ha faltado alcance, despliegue…
Así que parte de lo que escondimos debajo de la alfombra, en el cuarto de los trastos, se escapó, se filtró, y dejamos que otros armaran con esos pedazos, ni siquiera el relato completo de los hechos, sino lo que gente educada por la ficción esperaba encontrar. Es el troiunfo de la desmemoria.
Alguien habló de memoricidio, de escobarización del relato, de banalización de la historia, de mercadotecnia y comercialización del victimario, de olvido de las víctimas, de lo trágico vuelto entretenimiento.
Pero alto, que no quiero sumarme a la ola de indignación barata que aplaude al alcalde que recorre tenderetes regañando a vendedores, pero que afirmaba sin miedo ni recato que plata es plata. Porque no se gana nada, vaya ironía, al demoler con dinamita el pasado para decorar sobre sus ruinas. Eso es lo fácil. No necesitamos más placas que se cubren de hollín y que no dicen nada o casi nada.
Estamos en deuda, como ciudad, de recuperar el relato, de hablar sin vergüenza de lo que nos pasó a ver si entendemos —y nos enteramos— por qué nos pasó. Hay que volver la vista sobre aquellos años, en un ejercicio de memoria colectiva que nos ayude a comprender el peso de los personajes y el contexto de los hechos. Nos debemos eso como sociedad. Estamos a tiempo de hacerlo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/