Me gradué del colegio Columbus School de Medellín. Un barco está bordado en el lado izquierdo de la camiseta del uniforme que me puse todos los días durante doce años. Es uno de esos barcos que usaron los del “primer mundo” para viajar por el atlántico hacia un nuevo mundo, al que llegaron y bautizaron América y declararon como propia. Justo encima de mi corazón estuvo posicionado el símbolo de los colonizadores, porque ¿Acaso no fueron ellos quienes nos educaron a los neandertales primitivos que éramos?
Los indígenas eran unos retrógrados en comparación a los españoles malolientes que llegaron. Un gran amor y aprecio les debemos tener los americanos a los europeos, y deberíamos estar infinitamente agradecidos por su llegada. En el colegio fue que sucedió una de las grandes paradojas de mi vida: fui una de los líderes estudiantiles del comité de diversidad, equidad, inclusión y justicia (DEIJ), en mi último año del colegio, y uno de nuestros pilares era la “descolonización” del currículo. Además de liderar talleres con estudiantes y padres con la meta de crear un ambiente más inclusivo en un colegio que primordialmente acoge a los hijos de las familias blancas y adineradas de Medellín, también queríamos revisar el currículo del colegio y adaptarlo al mundo cambiante y globalizado de hoy.
El grupo de estudiantes de DEIJ nos ganamos un premio internacional por nuestro trabajo y fuimos aclamados por miembros de las directivas, por los padres de familia y por otros estudiantes, todo esto mientras usábamos nuestra camiseta bordada con el barco. Sin embargo, un mes antes de graduarme, todo este trabajo se desmoronó cuando una carta, firmada por ochocientos padres de familia, tildó a nuestro grupo de “socialista”. Creo que si no me hubiera graduado un mes después, habría querido cambiarme a estudiar a otra institución por el matoneo incesante de los padres hacia nosotros, aunque unas semanas antes nos habían aplaudido por ganarnos el prestigioso premio.
Me gradué en junio y en agosto me subí a un avión para venir a Edimburgo. Aquí estoy completando mi carrera de Historia y Ciencias políticas. No pude dejar atrás mis delirios de política, entonces, mientras en el colegio fui la representante estudiantil ante el Consejo, aquí soy una de las representantes de mi carrera. Me sorprendí mucho cuando vi que en las reuniones que tenemos los representantes con los jefes del departamento se le da un énfasis especial a la descolonización del currículo, e inclusive nos presentaron un reporte de cuántas personas de color ha contratado la universidad en el último año con el propósito de diversificar el ambiente académico. Al principio me generó risa porque, mientras en Medellín tildaron a este trabajo de socialista, en el Reino Unido se averguenzan si no se incluye. Más aún, la universidad le está pagando a un grupo de estudiantes para que analicen el currículo actual y sugieran cambios con base en la diversidad y la eliminación de ideales imperialistas. Algunas ideas que han surgido, por ejemplo, son la inclusión de más clases sobre historia americana, tener una cuota de preguntas sobre América, África, el Medio Oriente y Asia en las listas de preguntas que podemos escoger para hacer nuestros ensayos, para prevenir que las investigaciones sean eurocéntricas, entre otras. Además, los estudiantes internacionales somos incluidos constantemente en las reuniones con los jefes de carrera, y no sería muy descabellado decir que una de las razones por las cuales me escogieron como representante es porque soy colombiana. Luego de mi risa inicial producida por el contraste entre las reacciones de la comunidad paisa con las actitudes de la Universidad de Edimburgo frente a los temas de justicia, equidad, inclusión y diversidad, me surgió una preocupación profunda por el futuro de la educación en Colombia.
Y aquí va mi reflexión. Aborrezco completamente los términos del “primer” y “tercer” mundo, porque sé que provienen de la postura de los países en la Guerra Fría, y no reflejan en absoluto el nivel de desarrollo de unos países sobre otros. No puedo evitar preguntarme por qué se sigue pensando en la descolonización, en la equidad y en la justicia como “socialistas” en el “tercer mundo”. Por qué nos seguimos aferrando, especialmente en Medellín, a ideales anticuados, ideales tan perjudiciales para la educación. La diversidad, en cuanto a currículo e interacciones, es necesaria para una educación completa. Ser expuestos a posturas diferentes a las nuestras, a ideales que hace cincuenta años se consideraban “socialistas” es imperativo para que mi generación, y las que sigan, puedan alcanzar su máximo potencial. Me da pena, y me asusta pensar que en Medellín le tienen miedo a la diversidad. Y es así como cuestiono mi odio hacia los adjetivos de “primer” y “tercer” mundo, porque en términos de calidad de educación, Medellín sigue siendo el tercer mundo.