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“Me gustaría creer que esto no es más que un cuento que estoy contando. Necesito creerlo. Debo creerlo. Los que pueden creer que estas historias son sólo cuentos tienen mejores posibilidades. Si esto es un cuento que yo estoy contando, entonces puedo decidir el final. Habrá un final para ese cuento, y luego vendrá la vida real. Puedo decidir dónde dejarlo.”

Margaret Atwood, El cuento de la criada 

Mi profesor de segundo cometió el error de sentarme en el pupitre al lado de mi mejor amiga. Cuando daba clase, nos hablábamos entre susurros que supongo no eran silenciosos, nos pasábamos notas en pedacitos de papel que arrancábamos de nuestros cuadernos. Finalmente, el profesor llamó a mis papás para decirles que tenían una hija que, aunque disciplinada, no se podía quedar callada. Irrespetuosa, me dijo varias veces.

Aunque con los años he aprendido que mi método de comunicación favorito es la palabra escrita, para nadie de mi entorno es un secreto que hablo hasta por los codos. De hecho, tengo la manía de demorarme mínimo media hora contando una historia, utilizando onomatopeyas para expresarme con más claridad: ¡boom! ¡pow! ¡pum!, y así.

En mi ilustración feminista, encontré que hablar con otras mujeres es mi pasatiempo favorito. Aunque tengo un monólogo interno constante, del yo con yo, el conversar con mis pares, mi mamá, mis abuelas, mi tía, mis mejores amigas, profesoras y mentoras, es magia pura.

Me volví feminista, como muchas otras, por experiencias que tuve que vivir en carne propia. Y la primera vez que le conté a alguien la verdad, más allá de la respuesta ambigua (“empecé a cuestionar todo cuando me di cuenta de que la desigualdad existe”), fue a mi mejor amiga de la universidad. Sentadas en el piso de su dormitorio, le conté lo que había vivido. Y ella, quien me había conocido hacía dos días, lloró conmigo.

Fue también en una conversación con mi tía abuela que descubrí el pasado de mi familia, de cuando mi bisabuelo escapó de Alemania porque los Nazis lo estaban persiguiendo. Ella me hablaba de él como si siguiera vivo, y pude casi sentir la desesperación y determinación que culminaría en mi propia existencia. Pude entenderlo, y entenderme, a través de las palabras de mi tía abuela, quien aún recuerda a su papá con un amor profundo.  

A través de conversaciones con mi mamá encuentro claridad y determinación. Incluso cuando acompañaba a mi hermano en el hospital me contestaba, y me escuchaba. La última vez que la llamé llorando, me dijo: “Tú puedes con todo, porque yo lo he visto. Y así como has podido en el pasado, también podrás con este nuevo reto.” Y yo pienso que como ella ha podido con todo, yo también lo haré. Yo pienso que por ella, por hacerla sentir orgullosa, por hacerla ver que sus sacrificios dieron frutos, me voy a esforzar.

Si hacen cualquiera de las cosas que mencioné, las mujeres de Afganistán podrían ser arrestadas por la ‘policía de la moralidad’. En octubre, el gobierno de Hibatullah Akhundzada les prohibió a las mujeres “escuchar las voces de otras mujeres” y desde agosto, ninguna puede hablar en público.

Es en el otro lado del mundo, claro que sí. Bajo un régimen extremista, también. Pero me pregunto, ¿cuántas veces han presenciado que a una mujer se le interrumpa constantemente en una reunión? ¿Cuántas veces han dicho que alguna mujer no tiene el derecho a opinar de algo, porque es mujer? ¿De política, de fútbol, de guerra, de economía?

A mayor o menor capacidad, las voces de las mujeres son silenciadas por diferentes actores en todos los países del mundo. Claro está, en Afganistán lo pintan como una regla de moralidad: la voz de la mujer es tentación para los pobres hombres, quienes pecan contra alá por culpa nuestra.

Entre los muchos privilegios que he reconocido, jamás pensé que tendría que añadir a la lista el hablar. El tener el derecho a hablar tan alto como quiera, cuanto quiera, cuando quiera. Jamás pensé que viviría en un mundo tan similar al de Margaret Atwood en El cuento de la Criada. 

Que aparte de defender nuestro derecho a la autonomía, nuestro derecho a decidir cuándo ser madre, nuestro derecho a ser remunerada de igual manera a nuestros pares hombres, tendría que defender el que las mujeres hablen. ¡Y aun así hay quienes aún se cuestionan para qué sigue existiendo el feminismo!

¿No es a través de la voz, de la conversación de la socialización que se han logrado los mayores cambios sociales del mundo? ¿No es a través de la colectivización de voces, del compartir, y de la resistencia femenina que hemos podido lograr que las mujeres gocen de más libertad que sus abuelas, sus bisabuelas?

Quisiera creer que todos estamos de acuerdo en que lo que sucede en Afganistán es abominable. Quisiera creer que, como sociedad, independiente a nuestras afiliaciones políticas y nuestras creencias religiosas, podemos estar de acuerdo con que las personas, como mínimo tenemos el derecho a la seguridad alimentaria, a la escolarización, a la libertad de pensamiento, y a hablar. Porque todos estos derechos son tan importantes como el anterior, como el siguiente. ¿De qué nos nutrimos si no de la palabra?

Como expliqué, las mujeres, sea en Afganistán, en Escocia, en Colombia, en Argentina, en Rusia o en Kenya tenemos mordazas. Nos tragamos las palabras, mantenemos un nudo en la garganta de todo lo que no podemos decir. Y entonces, ¿qué hacer?

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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