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Las campañas presidenciales en Colombia, como en casi todos los países democráticos, en particular aquellos con un presidencialismo desbordado en donde la figura presidencial tiene unos poderes importantes de ejecución dentro del gobierno, pero también de representación del Estado internacionalmente y de nominación en las demás ramas del poder público (judicial especialmente y la relación con el legislativo), se han convertido en un escenario de mucha puja política, las más de las veces, y en algunos casos ideológica.
Esto no es necesariamente malo, de hecho, es un asunto que puede favorecer el intercambio y contraste de ideas, cuando está bien canalizado. También puede ser productivo que la discusión decante las preferencias mayoritarias que tienen los ciudadanos lo que luego de la elección, en la figura del vencedor, se convierten en mandatos hacia el modelo de país y el proyecto de desarrollo de la sociedad y el Estado en lo económico y político, con una influencia notable en la calidad de vida de los ciudadanos.
Pero lo que hemos visto en la campaña presidencial colombiana actual es distinto, el proyecto político personalista se ha tomado el escenario, e incluso se configuraron candidaturas primero y luego propuestas de gobierno, que la mayoría se consolidaron luego de las pasadas consultas internas que seleccionaron los candidatos. En términos simples aparecieron primero las caras y luego, tarde, las propuestas y esto es riesgoso para el país por varios aspectos.
El primero es porque esto lleva a una campaña en lógica de amigo vs enemigo. Por eso no es gratuito que los medios, opinadores, encuestadoras y votantes terminen cerrando la discusión, de nuevo, a pocas caras, porque es ahí donde aparecen los opuestos. Así se hace más estrecho el espacio para el debate de ideas y propuestas sobre la mejor forma de encaminarnos como país a los retos de los próximos años.
El segundo riesgo importante es la posible desinstitucionalización. Que votemos por caras y no por ideas lleva a que lo central sea el cargo, la pelea por la banda presidencial, por ser el elegido y no por lo que esa persona hará una vez tome posesión. La discusión no puede ni debe ser esa, al menos no prioritariamente, esto parece una obviedad, pero dadas las circunstancias no lo es, porque lo importante no es el presidente en sí mismo sino lo que esa persona propone para hacer en el puesto que controla al Estado y su presupuesto. Poner adelante las personas, las caras, significa resignar la institucionalidad del Estado colombiano a ser antagonista, instrumento al servicio de lo que el designado mande y ordene y eso rompe con la trayectoria de construcción del Estado y sus instituciones en el país, en lo nacional, pero también con profundas implicaciones para las trayectorias de los distintos niveles de gobierno locales, lógicas que son disímiles y que no dejan de ser retadoras para la consolidación de verdaderas políticas públicas.
Sea quien sea el triunfador de la próxima contienda presidencial, todos los candidatos y candidatas deberían dar garantías tempranas, desde la campaña, de su compromiso con el fortalecimiento del Estado y de respeto con la institucionalidad, si no, podremos vernos abocados a un quiebre institucional que ya da muestras para preocuparse por la falta de altura del gobierno actual para representar la más alta magistratura del Estado y por las ventanas nefastas que se han abierto a distintos sectores para la participación impune en la contienda electoral política más rastrera en detrimento de los mandatos institucionales. Lo que ha pasado recientemente con el mando castrense es una torpeza que da cuenta que muchos quieren hacerse con el mando del Estado sin saber muy bien para qué y que algunos que lo controlan en este momento anteponen sus intereses y visiones a la dignidad de las instituciones que dicen o quieren representar.