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“Quizá yo esté equivocado y quizá usted tenga razón,
pero, desde luego, ambos podemos estar equivocados”.
Karl Popper. El conocimiento de la ignorancia
Dicen algunos que nada más democrático que la razón: todos creemos tener suficiente. Es evidente en la mayoría de nuestras discusiones y más cuando los temas son la política o el fútbol. Casi siempre discutimos para ganar o mínimo para no perder, y como si se tratara de una competencia, le hacemos gala al refrán de que “la que no pierde, la empata”. Orgullo de imbéciles y dogmáticos.
El maestro Estanislao Zuleta, que solía pensar diferente, consideraba que el que perdía en una discusión era el que más ganaba porque se llevaba dos verdades, la que tenía y la del “ganador”. Una forma de plantear, de otra manera, lo citado de Popper en el epígrafe de esta columna, denominado por él como “principio de falibilidad”.
Las discusiones pueden tener muchos propósitos, pero discutir es también un fin en sí mismo, en tanto nos construye y re-construye como seres humanos. Como sugiere su etimología, discutir implica sacudir las palabras para ver si los argumentos son sólidos y nosotros también. Pone a prueba nuestra consistencia y nos conduce a la inevitable conclusión de que somos bellamente frágiles e incompletos.
Nuestra primera señal de coherencia es, entonces, aceptar que somos incoherentes, porque somos tanto o más dividuos que in-dividuos (indivisibles): uno y muchos a la vez, que no son fáciles de poner de acuerdo. Son muchas las voces que hablan dentro y a través de nosotros, reflejando la riqueza de nuestros matices y la precariedad de nuestra pretendida unidad argumentativa y humana.
En la discusión tenemos la posibilidad de encontrar el espejo para, al tenor de Paul Ricoeur, vernos a sí mismos como otros y en los otros, siempre que tengamos no solo apertura mental, sino también y más importante, de espíritu. Esto exige humildad para sentirnos por siempre incompletos y tener el valor de revisarnos, rectificar y pedir perdón, que es mucho más difícil que darlo.
Nuestras ideas y argumentos pueden decir mucho de nosotros, pero quizá diga más nuestra forma de discutirlas con otros. Así como hay una ética de y en la discusión, hay una estética de, en y para la discusión, que debe empezar por la cortesía, no en su versión cosmética, sino como acto discursivo con el que se manifiesta la atención, el respeto y el afecto por otra persona. Con empatía y sin ínfulas de superioridad mental ni moral, propia de los que respetan y no de los que, “generosamente”, apenas toleran.
La cortesía y el respeto al discutir no implica evitar discusiones álgidas o reprimir nuestras emociones, cuando estas enriquecen los debates y los pueden hacer más placenteros. Al contrario, ocultarlas es empobrecer la discusión y dejarla en el frío plano del cálculo personal o racional del que argumenta para ganar.
Faltas de respeto son, por ejemplo, mover adredemente el punto de la discusión para no perderla, conceder la razón porque el otro nunca va a tenerla o forzar falsos consensos (casi todos lo son). Formas todas de boicotear el diálogo poniendo la carencia en el otro en vez de aceptar nuestra incapacidad para ello.
Por eso, como planteaba Clifford Geertz, “más que por el perfeccionamiento del consenso, deberíamos preocuparnos por el refinamiento del disenso”. De ahí que desde una perspectiva estética sea mejor pensar en acuerdos, que invoca en su etimología al corazón y a la razón cordial, porque, efectivamente, “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.
Si discutir es en buena medida sacudir nuestras ideas y las de los demás, entonces tenemos en la discusión la posibilidad de vaciarnos de muchas nuestras, tan contaminadas por nuestro propio aliento, y de revitalizarnos con algunas de los otros.
Volviendo a Popper y a Zuleta, si en una discusión ambos estamos equivocados, ambos perdemos… prejuicios, verdades, dogmas, etc., ¡Qué mejor manera de ganar y qué gusto perder así! Al final del día y sin hipotecar principios, es mejor vivir bueno que tener la razón.