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Salomé Beyer

El perro de los mil nombres

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Conocí a Can por coincidencia. No sabíamos a qué restaurante íbamos a ir y había miembros de mi familia que hubieran querido quedarse en el hotel en Santa Marta donde nos estábamos hospedando. Al final decidimos ir, y aunque había tres locales del mismo restaurante, fuimos al que quedaba más lejos porque no queríamos tener que esperar mesa. Mi papá llegó antes y me dijo: “Mona, ahorita cuando llegamos vimos a un perrito que se estaba muriendo.” Can estaba ahogado y tosiendo, y al principio pensamos que tenía una espina en la garganta o en el paladar que le molestaba. 

Nos sentamos en la parte de adentro del restaurante y sentí cómo mi preocupación inicial se difuminaba en la distancia de la memoria, porque mi consciencia se enfocó en lo inmediato: compartir una comida con amigos y familia sabiendo que en una semana estaría de nuevo en Edimburgo y que no los vería en muchos meses; más meses de los que me gustaría. 

Cuando nos pasamos a una mesa en la parte externa del restaurante podía ver al perrito decaído. Daba vueltas y finalmente se acostaba en un rinconcito de la arena que le parecía cómodo. Se paraba y tosía, y desde donde yo estaba, podía escuchar la dificultad que tenía. Dije: “papi, no está bien que dejemos a ese perrito así.” 

Mi papá le llevó pan para ayudarlo a que pudiera tragarse la espina, o lo que fuera que tenía atorado en la garganta. Recibió el pan pero siguió comiendo, y mi papá volvió a su lado a los pocos minutos con mi hermanito. Los siguió la gerente del restaurante, quien le dio a Can aceite de oliva para que vomitara, a ver si por fin así podía mejorarse. Cuando volvió a la mesa, mi hermano entre lágrimas me contó que al perrito hacía un mes le habían echado gasolina y le habían quemado su pecho. También me contó que había llegado un día con una puñalada en la cabeza, bañado en sangre, y que las personas del restaurante eran quienes lo curaban y le daban alimento. 

La gerente del restaurante, quien siguió al lado de Can, nos dijo que era de un lanchero que trabajaba por la zona, pero el hogar del perro eran las calles, y se la pasaba deambulando aunque siempre volvía al restaurante cuando necesitaba comida o algún tipo de ayuda . El collar que tenía puesto se lo habían conseguido entre las personas que trabajaban en el restaurante. 

Terminamos de comer y me acerqué al perro. No tenía miedo de que fuera agresivo, pero aún así lo toqué con precaución, porque tenía una herida en la cabeza y no lo quería lastimar. Nos habían dicho que su nombre era Can, pero también nos dijeron que se llamaba Dante. Le dije ambos, pero respondía a Can, entonces Can se quedó. Le hablé como le hablo a mis mascotas, y puso su cabeza, que a duras penas podía sostener, entre mis piernas. Cuando Can me miró sentí ganas de llorar. Aunque intente, sé que su mirada no la podré describir. Vi en su cuerpo las cicatrices de los abusos que había vivido, y vi en sus ojos el dolor y el abandono que sentía. 

Me quedé con su cara en el alma. Esa noche le escribí a las fundaciones que encontré en Santa Marta, porque bien sabemos que los gobiernos no tienen en su agenda el bienestar de los animales. Alcancé a tomar un par de videos mostrando su condición, y se lo mandé a varios veterinarios. El consenso fue que no tenía una espina clavada en la garganta, sino parásitos en los pulmones, y posiblemente en el corazón. Al otro día volvimos, y conocimos a su “dueño”. Llevamos a un veterinario para ayudarnos a convencer al dueño de Can de llevárnoslo, o por lo menos dejarnos examinarlo para determinar que tenía y cómo lo podíamos ayudar. 

En este momento sigo recogiendo fondos para poder pagar sus exámenes y su tratamiento. Pero escribo esta columna no con este propósito, sino con el fin de contarles las reflexiones que han surgido de esta experiencia. 

Hemos asumido la naturalidad de la supremacía humana frente a otras especies. Hablamos del “mundo animal” y de la “naturaleza” como si los humanos no fuéramos parte de estos grupos, e ignoramos que los animales más devastadores en la historia del planeta han sido los Homo Sapiens. Hemos impuesto nuestras necesidades por encima de las del resto de la fauna, y se ha exacerbado el calentamiento global. Pero frente a los animales en particular somos partícipes de una cultura de superioridad frente a otras especies ¿Por qué? 

La característica que nos hace especiales a los humanos es la empatía. Muchos animales también se comunican, muchos animales tienen más destreza física, muchos animales viven en manada, y todos los animales se reproducen. Lo que nos ha hecho especiales ha sido la capacidad de utilizar nuestro intelecto para construir sociedades colectivas de más de 100 personas, nuestra expresión física para crear un lenguaje de expresión corporal universal, y nuestro lenguaje para relacionarnos con otros y crear conexiones más allá del romance o la familia. 

La antropóloga Margaret Mead explicó cuál es la característica de una civilización. Se encontró un esqueleto humano de hace 15,000 años con una fractura en el fémur que había sanado. Mead explicó que en el mundo animal una fractura de fémur es equivalente a la muerte, porque el animal no puede moverse para buscar comida o huir de peligro. El hecho de que un fémur se haya sanado hace 15,000 años quiere decir que alguien tuvo que acompañar a quien se había fracturado. Le tuvo que dar comida, le tuvo que resguardar, transportar a un lugar seguro. Esa empatía, la capacidad de conectarnos con personas que van más allá de nuestro círculo familiar y romántico, nos hace humanos. 

Con la historia de Can, quien alguien más le decía Dante y luego descubrí que otra persona le decía Juancho, me hizo cuestionarme qué tan humanos seguimos siendo. Claro, seguimos siendo Homo Sapiens, pero, ¿humanos? ¿Permanece nuestra empatía intacta a la de nuestros ancestros de hace 15,000 años? De humanidad nos queda muy poco. ¿Quién quema a un ser que tiene carne y nervios y que siente dolor? ¿Quién apuñala a un ser sintiente que tiene sangre en sus venas? ¿Con qué corazón le hacemos daño a un animal y dejamos que siga con su camino, sin rectificar que estaba bien? ¿Cómo podemos adueñarnos de un animal sin garantizarle su bienestar, especialmente frente a la oportunidad de que reciba una mejor vida, o una muerte digna y sin dolor? Mi pregunta es, después de todo esto, ¿seguimos siendo humanos?

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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