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El papá siempre ha sido muy deportista. Juega fútbol, béisbol y softball con varios equipos, pero además siempre jugó voleibol en el jardín de la casa conmigo y luego, cuando llegó mi hermano, jugaba lo que fuera con él también.
Llegaba tarde de los entrenamientos, y cuando crecí un poco, podía dormirme después de las ocho y alcanzaba a saludarlo. Se me tiraba encima, sudado y muchas veces con pantano en la ropa, y me contaba que ese día le habían dado un bolazo, o que había habido una pelea, que había ganado o había perdido.
La mamá y yo siempre lo íbamos a ver en sus partidos, y hubo una vez que, en un partido de fútbol en el que era el arquero, le metieron seis goles. Tenía cuatro años, y llorando le pedía al otro equipo desde la gradería que por favor no le metieran más goles a mi papá, porque él había trabajado muy duro, había llegado tarde a la casa después de entrenar durante muchos días, y no me parecía justo que perdiera así después de tanto.
No sé si fue el haber visto a la persona que más amaba perder, o por ser la primera vez que lloraba tanto que me dolía el estómago, pero es de las primeras memorias que tengo. Todavía recuerdo, a mis veintiún años, como sentí la desesperación, la presión en el pecho, la decepción y luego, el alivio cuando mi papá me cargó y me dijo, “a veces se pierde también. Es bueno que lo aprendas desde ya.”
Crecí, perdí muchas veces, y estoy segura de que perderé otras tantas. En el deporte, en puestos de trabajo, en extracurriculares, en la vida. Pero, aunque no me guste, aunque la derrota es incómoda, siempre recuerdo el momento en el que mi papá vino a consolarme después de perder ese partido.
Me ha tocado tener una relación cordial con el fracaso, y he llegado a verlo como parte del éxito. Porque es en estos momentos, justamente cuando pierdo, que más gano. Ha sido cuando he perdido que me he dado el tiempo de conocerme mejor, de observar con atención el por qué quería ganar en primer lugar, y de reevaluar mi actuar para volverlo a intentar, una y otra vez. Cuantas veces sea necesario.
Nunca he sido muy aficionada del fútbol, y realmente el único deporte que he disfrutado ver es el voleibol. Pero esta última Copa América me obligó a sentarme a mirar hora tras hora del deporte que tanta alegría- y tanto dolor- le ha entregado a mi país.
Siempre he llevado la bandera de mi país muy en alto, y desde que vivo en Edimburgo se me hincha el corazón hablando de Colombia. Pero ahora ese amor ha superado todo lo imaginable, el afecto que le tengo a mi patria yace precisamente en que no somos un país convencional. Como le he dicho a varios profesores cuando me reclaman el uso exagerado de Colombia como caso de estudio en mis trabajos universitarios, en Colombia pasa todo, y eso lo hace digno de análisis.
Colombia ha sido un país reconocido y denunciado una y otra vez por robarse la plata de los deportistas. Por exigirles resultados cuando muchos tuvieron sus primeros zapatos sin huecos al llegar a la selección nacional (porque ni en las departamentales han podido asegurar eso). Un país de desplazados, de guerra, de narcotráfico, de desaparecidos. Donde a Andrés Escobar le dispararon seis veces por meter un autogol.
Un país en el que los jugadores de los Juegos Nacionales 2019 tuvieron que competir en los lotes baldíos donde se supone el gobierno iba a construir los escenarios deportivos. Donde la Selección Antioquia de béisbol se desplomó a su suerte en una avioneta devolviéndose del Chocó, lo cual resultó en la muerte de un gran pelotero.
Reitero, no sé mucho del fútbol, y tampoco de deporte. Pero sí tengo claro que es lo que más nos mueve, lo que más nos une, y definitivamente lo que más nos conmueve. Siendo esta la primera copa que veo, siendo esta la primera vez que siento tanta desolación por un segundo lugar, no puedo entender como hay quienes que una y otra vez lo viven.
La comparación es necia, y desde hace mucho tiempo paré de medir mis éxitos y mis derrotas en estos términos. Tuve que hacer un trabajo consiente, gracias al feminismo, para darme cuenta de que en la mesa cabemos todos, por lo que el segundo lugar no me parece tan devastador.
En una competencia como la Copa América se podría decir que quien queda en segundo lugar es perdedor. O quien no queda de primero, es como si quedara de último. Pero ¿de qué sirve pensar así?
Me quedo con el amor que me generó la Copa. Con el haber podido hablar por primera vez con mi hermano sobre fútbol, su gran pasión, y llamar a mi papá para pedirle sus opiniones. También me quedo con el haber entendido qué es un gol fuera de lugar, con las lágrimas que brotaron de mis ojos, imparables, al triunfar contra Uruguay.
Hoy, James dijo que lo intentará las veces que sea necesario. Y con esas palabras definió el perder ganando. Porque el ganar no se trata de una medalla, ni de un trofeo ni de reconocimientos o aplausos.
Sé que gané cuando, después de perder, reconozco lo mucho que me falta por hacer. Y sé que gané también cuando esa misma pérdida se convierte en combustible que alimenta los sueños pendientes.
Espero que la emoción con la que vimos a la selección masculina también la tengamos al ver a la selección femenina en el partido contra Francia, el 25 de julio. Que el haber visto a Lucho nos recuerde a los niños que sueñan con ser futbolistas en la Guajira, que juegan descalzos y con hambre. O que la emotividad de Muñoz sirva como espejo, como advertencia, por los altos índices de violencia que generan eventos como el del domingo.
Se ha hablado de la mentalidad de perdedores. Pero lo que realmente hubiera sido una pérdida, social, profunda e irrevocable, hubiera sido el no enorgullecernos de los jugadores que nos representaron.
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