Atrás quedaron los años en que Álvaro Uribe era el gran elector nacional y bastaba con su bendición para que un candidato pudiera tener o no la posibilidad de ganar una alcaldía, una gobernación o la presidencia.

Uribe fue el centro de la política nacional durante veinte años. Nada se decidía sin su anuencia y todo lo electoral debía pasar por el matiz de uribista o antiuribista. En lo público y lo privado, las empatías se definían según la cercanía o el afecto que se tenía hacia el político paisa. 

La cúspide de la popularidad era su terreno seguro; nunca antes ningún político había -ni ha- contado con más del 80% del fervor popular y eso le permitió tener el teflón necesario año tras año y elección tras elección para determinar, casi a su antojo, el destino del país.

“El que diga Uribe” era el mantra repetido por un grupo de zombies que veían en la unción del caudillo un momento casi religioso y que cegaba o imposibilitaba cualquier argumentación en contra de lo decidido por esa especie de poder celestial. 

Pero los tiempos fueron cambiando y el uribismo fue cometiendo errores claves que disminuyeron su fuerza política.

Fue lento a la hora de interpretar las demandas sociales que se daban más allá del conflicto con las Farc. Superada la intensidad de una guerra que tenía al Estado en jaque, el uribismo y su líder no articularon bien sus intereses políticos con las necesidades más apremiantes de los colombianos y se desconectaron sobre todo de la clases menos favorecidas, que clamaban a gritos reformas estructurales que garantizaran una economía de mercado que los incluyera.

No solo perdió el apoyo de este sector de la población. La oposición descarnada a Santos y su voto por el No en el plebiscito lo alejó de la élite y de la generalidad de un país en el que muchos no querían más guerra aunque eso pasara por un proceso de fin del conflicto con inconsistencias y con muchas cosas por corregir. Su triunfo fue a corto plazo, pero lo hubiera sido a mediano y largo si, más allá de su posición frente al acuerdo, hubiera propuesto algo claro que no girara solo alrededor de la interpretación jurídica (Acuerdo sí pero no así) sino alrededor de una ética y una estética acorde a los tiempos. Su nostalgia de 2002 no los dejó avanzar en un país que agradecía lo hecho pero que no se contentaba con el panorama propuesto desde una fuerza anquilosada que desconocía los vientos de cambio en la opinión pública.

Mientras se daba el cambio generacional, Uribe y sus soldados siguieron hablando de comunismo, castrochavismo, guerra fría, Unión Soviética y un sin fin de términos que para los nuevos votantes no solo no tienen sentido sino que no explican narrativamente sus temores y expectativas. Perdieron la oportunidad de renovarse por soberbia, ceguera, o miedo, o quizás todas estas razones y otra más, y siguieron en una especie de esquizofrenia que les señalaba un camino mientras Colombia iba por otro.

Ahora tienen una única oportunidad: desembocar en, lo que hoy podemos llamar, el fiquismo, una versión moderna y mejorada que tiene un líder fresco, carismático y un grupo de seguidores que entiende el país actual mucho mejor que Cabal, Valencia, Londoño, Holguín y otros.

A rey muerto rey puesto, aunque el rey puesto esté ahí por Duque, el apellido del ocaso del uribismo.

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