Por siglos, el ser humano fue la especie más inteligente que tuvo el planeta. Nuestra capacidad para razonar, así como para elaborar profundas y complejas ideas, nos llevaron a donde ninguna especie, jamás, ha podido llegar. La evolución de nuestro cerebro nos permitió imaginar, cuestionar lo “imposible” y entender la nimiedad que representa nuestra existencia en un universo tan vasto, que la galaxia en la que habitamos se hace totalmente invisible cuando nos paramos desde el máximo punto observable que hemos alcanzado a registrar visual o imaginariamente.
Durante el periodo histórico en el que los seres humanos hemos habitado este planeta, nuestra inteligencia se ha usado para el bien y para hacer daño. Eso es humano. Pensar que el intelecto solo desemboca en bondades es romantizar mucho a nuestra especie. Fuimos estructurando ciertas formas de desarrollar la vida: el cuidado al recién nacido, ir a la escuela a adquirir una serie de conocimientos, formarnos en asuntos más específicos para salir al mundo a aportar en un desarrollo colectivo y, al tiempo individual; gestionar relaciones con otras personas; comenzar a reducir la velocidad cuando los años se iban acumulando; y, finalmente, despedirnos de la vida como una parte importante de la misma.
Hasta hace relativamente poco, las transiciones que vivíamos los seres humanos tenían un rango temporal importante: el espacio temporal entre la primera revolución industrial (1740) y la cuarta (desde el año 2000) es de unos 260 años, más o menos. Durante ese periodo la humanidad desarrolló, en buena medida, el mundo y la forma en cómo en él se vive (los medios de transporte, las comunicaciones, los sistemas educativos, entre otros). Nuestro mundo comenzó a acelerar su desarrollo en muchos frentes gracias a la tecnología. Aparecieron un montón de aplicaciones, sistemas e inventos que moldearon las estructuras sociales, económicas, políticas y ambientales en buena parte del planeta.
Pero dentro de todos estos inventos hay uno que cambiará de una vez y para siempre la todo aquello que por siglos construimos: la inteligencia artificial. En su libro Los días azules, Fernando Vallejo escribió: «el futuro todo está en el pasado». Esa frase cobra un sentido renovado frente a la IA: para entrenarla, debemos alimentarla con nuestro conocimiento, es decir, con el pasado. Y, sin embargo, lo que la inteligencia artificial nos devuelve son propuestas, soluciones y caminos nuevos: fragmentos de futuro modelados a partir de lo que fuimos.
Resulta asombroso —y profundamente humano— que hayamos desarrollado inteligencias capaces de ser, en ciertos aspectos, más inteligentes que nosotros mismos. Esta paradoja puede verse como un testimonio brillante de nuestra evolución, o como una advertencia de nuestra fragilidad, dependiendo del ángulo desde el cual se observe. No obstante, a diferencia de otras tecnologías, la IA sí supondrá cambios permanentes en la evolución de la especie humana. Si antes existían áreas de conocimiento que solo un pequeño puñado de seres humanos comprendía, con el crecimiento rrequete-exponencial que supondrá la Inteligencia Artificial estaremos en un punto donde ningún humano, por más que lo intente, podrá comprender asuntos que estas inteligencias sí podrán comprender. Es decir, llegará el momento (si no es que es ya) donde las herramientas de IA nos dirán, literalmente, «mira, no podrás comprender por qué esta decisión es la mejor, pero debes confiar en mí si quieres que tu proyecto funcione». La Inteligencia Artificial, desde el punto de vista de la información y el conocimiento ha creará un mundo que nos excede.
Este no es un anuncio apocalíptico. Es una invitación a reconocer que hemos entrado en una era donde la tecnología avanza más rápido que nuestra propia comprensión. Y, aun así, en esa creación persistirá la marca más humana de todas: igual que nosotros, la inteligencia artificial será utilizada tanto para el bien como para el daño. Esa será nuestra huella: la dualidad que ni siquiera las máquinas podrán escapar.
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