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En algún punto de mi carrera universitaria me empezaron a doler los ojos cuando veía el tablero. Solía sentarme en la última fila porque no quería figurar, pero con el dolor llegó la sensación de que no veía las presentaciones ni lo que los profesores escribían, así que tuve que empezar a sentarme adelante. Por esa época consulté con una optómetra, quien me dijo que mis ojos se cansaban rápido -de ahí el dolor-, pero que veía perfectamente.
Producto de mi inminente viaje a China, del cual he hablado en otras columnas, empecé este año a atender asuntos de salud a los que les había dado largas. En marzo, después de años, regresé donde la optómetra, esta vez el resultado fue diferente: tienes un poquito de astigmatismo y miopía, pero sólo un poquitito. Naturalmente, me formuló unas gafas, pero como sólo era un poquitito, no me preocupé por priorizar conseguirlas.
En marzo y en abril fui a varios conciertos, donde por pura curiosidad le pregunté a mis amigos si ellos veían la cara de los artistas, todos respondieron que sí. La pregunta surgía de algo obvio, yo no los veía, de hecho, hace muchos años que no veo la cara de las personas a cierta distancia, veo un algo borroso donde identifico algunas cosas. Tampoco veo bien letreros o cualquier objeto lejano y las luces en la noche se ven como bolas de color difuminadas a las que les salen múltiples estelas.
El mundo se ve así en mis ojos hace tantos años, que nunca pensé que veía mal. Ni siquiera cuando recibí el diagnóstico de optometría. En mi mente, el mundo era como yo lo veía y era seguro que todas las personas veían como yo. Así he hecho por mucho tiempo mi vida, manejado carro, ido a conciertos, obras de teatro y el estadio. Pero el mundo en mis ojos no se veía bien.
En una cena familiar mi hermano comentó sobre un partido de fútbol que estaban transmitiendo en un televisor a unos 3 o 4 metros de donde nos sentamos. Al verlo, vi lo mismo de siempre, manchas de color que se movían en un fondo verde, ni siquiera identificaba el balón. Le comenté a mi familia y les pareció curioso, mi papá me ofreció sus gafas para ver el mundo con sus ojos. Vi jugadores de fútbol y el balón yendo de un lado a otro, vi la cara de una señora sentada lejos de mí, vi los carros en la carretera con perfecta definición y las luces como pequeñas farolas que iluminan un lugar u objeto concreto sin distorsión alguna.
Ese suceso me cambió la vida, desde ese momento entendí que había otro mundo por ver y añoraba con poder hacerlo. Hace sólo un par de días que el mundo en mis ojos se ve con completa claridad, fui a una obra de teatro y le vi la cara a los actores. Salí a manejar viendo perfectamente y cada tanto hago la comparación entre cómo se ven las cosas sin y con mis nuevas gafas. Tengo tanta suerte que ahora no sólo veo bien sino que varias personas me han dicho que con gafas me veo más lindo.
Narro esta historia para describir un pensamiento al que todo esto me hizo llegar. Existen muchas formas de percibir el mundo. No sólo lo hacemos a través de los ojos, también de los otros sentidos y sobretodo, a través de las miles de cosas que se guardan en nuestra mente y nuestro corazón.
El mundo que percibimos no es sólo la física que entendemos con los sentidos, sino el conjunto de ideas y pensamientos que hemos acumulado y desarrollado en las vivencias que llevamos a espaldas. Por ejemplo, yo he notado que el mundo en mis ojos suele ser diferente del que ven mis amigos y muchas otras personas: yo veo un mundo donde los buenos somos más, donde se puede confiar en la gente, donde lo malo afecta pero siempre pasa.
Yo veo un mundo donde todo puede y debe salir bien aunque tarde y cueste verlo. Aunque parezca la visión de un romántico empedernido lo veo por algo que una vez me dijo mi mamá y que recordé en otro texto anterior:
Tú no puedes cambiar lo que sientes, pero sí lo que piensas. Y lo que piensas influencia en gran medida lo que sientes.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-estrada/