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Miles de consultores y escritores sobre administración ponderan sin cesar el mito del liderazgo. Líder es una de las palabras mejor estimadas en el mundo empresarial y organizacional. Algunas entidades se ufanan, incluso, de tener líderes en vez de jefes, entre otras razones porque, al contrario, esta última se ha depreciado en el ámbito corporativo. Y sí, casi todo el mundo, quiere ser “líder”.
La cuestión no es única ni principalmente semántica: hace parte de la caja de eufemismos que los vendedores de humo empresarial ofrecen para adornar la tantas veces cruda realidad laboral, en donde lo que se vive se resume mejor con el refrán “el que manda, manda, aunque mande mal”. Hay excepciones, por supuesto, pero no son muchas. Y aun mandando bien, la relación de subordinación permanente, de por sí es molesta, salvo que quien dirige lo haga con mucha altura, y las diferencias en el rol no las extrapole a las relaciones personales, mancillando la dignidad de sus subalternos.
Un ejemplo muy sencillo para el tema que nos ocupa: si en una empresa un jefe grita a un subalterno y no pasa nada, pero si es al revés, al dependiente lo despiden, no tiene ningún sentido hablar líderes en vez de jefes. Cambia el lenguaje, pero no la realidad.
Ahora, no todas las personas utilizan estos términos para manipular o maquillar. Algunos están convencidos de que cambiando el lenguaje cambian efectivamente la realidad. Esto solo es posible cuando hay coherencia entre lo dicho y lo hecho. Y claro que es viable tener más líderes que jefes si empezamos por cambiar la concepción de liderazgo.
La distinción entre la primera y segunda definición de la RAE para la palabra líder nos puede servir para dicho propósito: 1. Persona que dirige o conduce un partido político, un grupo social u otra colectividad (sinónimo de jefe, caudillo, cabecilla, paladín, cabeza, adalid); y 2. Persona o entidad que va a la cabeza entre los de su clase, especialmente en una competición deportiva (sinónimo de campeón, ganador, primero). Puede inferir uno que lo primero está dado de antemano, determinando desde afuera, mientras que lo segundo se gana en el terreno. Y claro, hay una diferencia muy grande entre ser un líder impuesto a serlo por méritos.
Sin embargo, la anterior distinción no se puede tomar literal, porque otro de los grandes errores que se cometen al concebir el liderazgo, es creer que el líder debe está siempre al frente. No, el liderazgo es o debe ser situacional. Por supuesto, que habrá momentos en que el jefe o director de orquesta tendrá que ir adelante, mostrar el camino y, sobre todo, dar ejemplo, que es la mejor manera de educar, y dirigir o liderar es en buena medida formar. Pero eso también implica tomar, a veces, decisiones impopulares, que generar incomprensión y soledad y es un precio que los líderes deben estar dispuestos a pagar.
Pero no siempre tienen que marcar la pauta. En otros momentos deberán ponerse detrás de la manada, para apoyar a los que están atrás procurando mejorar el ritmo del equipo: la velocidad de un sistema, recuérdese, suele ser la del más lento. Finalmente, en ocasiones ni deberá ser el faro ni el apoyo, sino el compañero, ir al lado, trabajar hombro con y como los demás miembros del equipo, mostrando que conoce el oficio y el terrero, porque todos los cargos o roles son dignos, y más si se hacen con profesionalismo.
Estas otras posiciones también permiten que otros brillen y se sientan, por momentos, líderes también. Por ejemplo, hacer actividades de bienestar, como torneos deportivos, o concursos de arte, en los que los demás puedan mostrar sus talentos y capacidades de liderazgo, que todos, sin excepción, tenemos.
Si en las organizaciones no todos pueden ser caciques, ni jefes ni directores, la opción que queda, para tener organizaciones saludables, es, como lo insinuaba al principio, que los dirigentes estén a la altura de su rol, lo cual para mí exige estas condiciones:
- Que sea un liderazgo más por méritos que por imposición.
- Que la diferencia en el rol, que ya implica cierta distancia, no se acentúe en el trato personal, afectando la dignidad de las personas.
- Que se ejerza un liderazgo situacional, es decir, de acuerdo con las circunstancias, y no ponerse siempre adelante del grupo: saber ir también atrás y al lado, por los argumentos expuestos.
- Que se muestran humanos, lo que implica, ante todo, humildad, para aceptar que se equivocan, pedir perdón, reconocer sus límites, así como los talentos de los demás, y, consecuentemente, la necesidad de complementarse con otros para conseguir las metas. Esta es la más difícil, porque creen que si se muestran falibles o débiles, perderán credibilidad.
Parecen fácil de cumplir, pero casi nunca se logran. De modo que el mito no es tanto el liderazgo como el líder, porque buscamos características excepcionales, cuando lo que necesitamos es dirigentes terrenales. Dejémosle el olimpo a los dioses.
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