Escuchar artículo
|
Tuve la fortuna de conocer a dos de mis bisabuelas, y a uno de mis bisabuelos. Es más, la abuela materna de mi mamá todavía vive después de 99 años en los cuales tuvo catorce hijos, un esposo, muchos nietos, y muchísimos bisnietos. Recuerdo como en diciembre, todos los años, íbamos a su casa a hacer buñuelos y cuando la visito hoy, todavía tiene en una esquina el banquito rojo en el que me encaramaba para amasar cuando yo aún no alcanzaba el mesón de la cocina.
La otra bisabuela que conocí, Lola, me decía Saloma y hacía mojicones cada que íbamos a su casa. Había sido desplazada, como muchas otras en Colombia durante el siglo XX, pero nunca hablaba de eso. No fui su primera bisnieta- mi abuelo es el penúltimo de doce hijos- pero me quiso tanto que me sentí su favorita.
Una vez, durante la feria de carros antiguos de la Feria de las Flores, mi papá le contó que un carro naranja que pasaba por al frente era un Ford T modelo 1920. Ella respondió con ternura que ese había sido el año en el que se había casado.
Cuando yo era chiquita, ella era el punto de referencia para que mis papás me explicaran la historia del mundo entero. Porque claro, mi mundo en ese momento eran ellos dos, mi familia, era Medellín.
Mi papá me contó que a Lola le había tocado la llegada de la radio a Colombia, cuando tenía ya 23 años, casi la edad que tengo yo ahora. Y luego, a sus 48 años, le tocó la llegada de la televisión y el voto de las mujeres. Habiendo nacido en 1906, ahora sé que también le tocó la masacre de las bananeras, las dos guerras mundiales, la inauguración del Instituto Agustín Codazzi, el asesinato de Gaitán, La Violencia, el Frente Nacional. Todo en los primeros 50 de los que terminarían siendo 104 años de vida.
Todo esto para decir, la historia es graciosa. Crecemos con esta noción de un pasado lejano, mirando fotos en blanco y negro que, aunque nos ayudan a visualizar lo que fueron las décadas anteriores, poco nos dicen de quienes retratan. Pero ahí estaba sentada yo, hasta los ocho años, abrazada por Lola.
Varios años después de que ella muriera, yo empecé a estudiar historia. Y con cada suceso que explico en ensayos y exámenes, crece mi deseo de haberle podido hacer más preguntas. ¿Cómo se sintió? ¿Cómo lo percibiste? ¿Fuiste tú una de las primeras mujeres en votar, en 1954? ¿Cómo fue tu historia cuando huiste a Medellín en el lomo de un caballo? ¿Sentiste miedo?
A sus 104 años, Lola había pasado de vivir en un país segregado, altamente polarizado, y violento, a morir en uno diferente, aunque exactamente igual. Los problemas del 2010, cuando la enterramos, no eran los mismos que los de 1906 porque habían cambiado de nombre, pero su vida y la experiencia de su linaje han hecho evidente que la raíz sigue siendo la misma. Así es como aprendí el verdadero significado de la frase que todos conocemos: aquellos quienes no conocen su historia están condenados a repetirla.
Uno no se puede tropezar en el mismo hueco dos veces, eso nos han enseñado, entonces es lógico que no repitamos la historia palabra por palabra, suceso por suceso. Más bien, si el hueco cambia de forma, cambia de nombre, y fallamos en reconocer que es el mismo de antes, ahí volveremos a caer. Lo mismo nos pasa en Antioquia.
Hace dos, tres años, tenía que explicarle a quienes me rodeaban la necesidad de la palabra feminicidio. “¿Pero entonces cada vez que matan a un hombre es un hombricidio?,” me decían. “¿Por qué se tiene que poner a la mujer de protagonista, si existe el homicidio?.” “A nadie nunca lo matan por ser hombre o mujer, lo matan por que pueden.”
Me ha alegrado ver que, desde eso, se ha vuelto normal reconocer el delito de feminicidio como lo que es: que a una mujer la asesinen por serlo. Que, si un hombre hubiera estado en la misma situación, su muerte no hubiera sido el resultado final. Y claro, aquí nos podemos adentrar en las mil y una maneras en las que los patrones de violencia machista contribuyen a este fenómeno, pero voy a dejar ese tema para otra columna. Por ahora, me alegra ver que el discurso popular y mediático ha cumplido con lo mínimo; reconocerlo.
Aun así, Antioquia es el departamento con más feminicidios en el 2024, y no podemos atribuírselo a mala suerte. De los 198 feminicidios registrados entre enero y noviembre de este año (sabiendo que debe haber muchísimos sin registrar), 30 ocurrieron en Antioquia. Y del total, el 68% fueron perpetrados por parejas o exparejas de las víctimas. A esto hay que sumarle además los casos que no fueron clasificados como feminicidios, o que no fueron confirmados como tales por las autoridades.
¿Cómo es que Antioquia se sigue tropezando en el mismo hueco, una y otra vez? O, para mejorar la pregunta- porque no es ningún accidente-, ¿por qué Antioquia mata a sus mujeres? ¿Cuándo realmente estaremos a salvo?
No es difícil encontrar culpables. La cultura machista que compartimos con nuestros departamentos vecinos puede ser la raíz, pero no la explicación definitiva porque si lo fuera, las cifras serían parecidas. ¿Será tal vez la cultura de violencia Escobarista que seguimos celebrando?
Hay algo podrido en Antioquia, y es nuestro deber encontrar una explicación. No solo por nuestras hijas sino por nuestras abuelas y bisabuelas. Les debemos, como mínimo, identificar el hueco, para así poder pavimentarlo.
Lola, cuando tú naciste, a las mujeres las mataban por el hecho de serlo. Todavía lo hacen. ¿Crees que alguna vez podrá ser diferente?
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/samuel-machado/