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El hambre no da espera. Debe ser tratada ya. Sus consecuencias son nefastas para individuos y comunidades, y siempre será preferible que las sociedades se metan la mano al bolsillo para aliviar el dolor de quienes no tienen nada.

La inmediatez que viene con la asistencia social no puede ser reproducida por los mecanismos clásicos de la economía. Es decir, los argumentos de “enséñale a un hombre a pescar y lo alimentarás toda la vida” no tienen ningún asidero en la realidad, pues los tiempos en los que el clima de inversión y la iniciativa privada funcionan son infinitamente superiores a los tiempos del hambre y de la crisis, que matan a una persona o comprometen su salud en cuestión de días o de horas. Lo mismo va para los niños pobres: si crecen con hambre, un buen trabajo en la edad adulta no borrará el daño de la desnutrición a edad temprana.

Esperar que el mercado laboral sustituya la seguridad social no es más que un deseo de aquellos que quisieran ver a los mercados responder a todas las necesidades de la vida humana. Lo cierto es que los incentivos a la contratación y la flexibilización del mercado laboral son una solución lentísima en medio de una crisis.

Para empezar, el mercado laboral es lento. Está lleno de fricciones y asimetrías de información, por lo que los procesos de contratación son numerosos, a menudo engorrosos, y dirigidos a responder la simple pregunta de quién es de verdad el candidato a contratar (práctica conocida como screening). Debido a la incertidumbre en la contratación, y a los posibles riesgos de contratar a alguien que no es idóneo, en el mundo de la gerencia se ha popularizado la máxima hire slow, fire fast. Es decir, NUNCA se puede afirmar que las reformas al mercado laboral y los incentivos a la contratación son una política de mitigación inmediata del hambre. En el tiempo que los empleadores integran las nuevas condiciones, buscan los candidatos y estos surten el proceso de selección, se negocia el contrato y se determina una fecha de inicio, los pobres ya tuvieron tiempo de caer en la más triste inopia y fallecer de inanición.

Lo mismo aplica para los argumentos centrados en la inversión privada. Crear condiciones para el emprendimiento parece ser una fórmula mágica, en que la implementación de mecanismos de mercado y la producción de bienes públicos (como infraestructura) desatan toda la fuerza de la inversión privada, que con los raudales de sus capitales contratan multitudes. Esta visión también es problemática. No porque el clima de inversión no sea importante. El problema es que el dolor inmediato de la pobreza, el hambre, las deudas, la descapitalización de los hogares en medio de la recesión permanecen en pie mientras el mecanismo de la inversión privada se mueve con la lentitud de los proyectos financieros y los contratos.

Es decir, si los gobiernos cambian la legislación y construyen bienes públicos, y esto impacta positivamente la inversión privada, la nueva realidad tiene que ser incorporada en sus decisiones por los dueños del capital, para luego estudiar y estructurar un proyecto y finalmente desembolsar la inversión. Es decir, solo al final de esta larga cadena se produce la inversión y el impulso a la demanda que se supone ha de ayudar a los hogares pobres. De nuevo, se cae el papel del clima de inversión como una política de atención durante las crisis.

Los impulsos a la contratación y la inversión son esenciales para mejorar el desempeño de una economía, y deben estar en el corazón de las acciones de largo plazo que responden a las crisis. Pero nunca traen alimento a los pobres con la celeridad que se requiere.

Nunca se puede afirmar que “crear oportunidades” es la respuesta a una situación en que los mercados dejan a millones desprotegidos.

Las reformas estructurales de la economía y del mercado laboral no constituyen una política solidaria en sí mismas. Dejemos de hablar como si lo fueran.

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