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Lo que todos pensábamos que sería un proceso de escrutinio de días, en el que alguno de los candidatos terminaría imponiéndose por unos pocos votos del colegio electoral, terminó siendo una paliza. A las pocas horas del cierre de las urnas y el inicio del preconteo, ya había una clara e irreversible tendencia en favor de Donald Trump. Cuatro años después de su derrota frente a Joe Biden, el candidato republicano regresa triunfal y fortalecido a la Casa Blanca, esta vez con un baño de masas que lo respalda, ambas cámaras del Congreso a su favor y mayoría en la Suprema Corte Federal.
Esta derrota aplastante que sufrió la candidata Kamala Harris y el Partido Demócrata responde a muchas variables. La que más predominó para los votantes, según los sondeos a boca de urna, fue la economía. Aunque las variables macroeconómicas del país son estables, las personas afirman no llegar a fin de mes y experimentan una situación económica peor que en el período 2016-2020. Sin embargo, la debacle demócrata no se explica únicamente por esto; es también consecuencia de la derrota de la narrativa, que su rival, aunque con formas más vulgares e incluso violentas, capitalizó de forma más eficaz.
Poco le importaron al electorado sus condenas por abuso sexual o fraude, ni el instigar a las masas a asaltar el Capitolio en enero de 2020; mucho menos su discurso xenófobo y racista. Condado por condado, el mapa se tiñó de rojo porque Trump le habló a ese Estados Unidos rural, obrero, de clase media e inmigrante. Les habló de los temas sencillos y cotidianos que realmente les preocupan: la seguridad, el empleo y los impuestos. Por el contrario, las filas demócratas se mostraron desconectadas de la realidad del ciudadano común, con un discurso más enfocado en esa clase media alta y educada de centros urbanos, y en temas “woke” que poco importan al grueso de la población en su día a día.
Los demócratas quedaron retratados como esa clase política elitista, clasista y caprichosa que, desde un pedestal moral e intelectual, se dedicó a decirle a medio país (que en realidad es la mayoría) que, de no votarlos, eran auspiciadores de la violencia, el racismo, el machismo, la homofobia y la intolerancia. Un craso error que se les cobró en las urnas. Lo cierto es que esta no es la primera vez que ocurre; cada vez son más los candidatos y votantes en el mundo que, a través de su voto, repudian a candidatos y partidos vinculados a la agenda progresista, la cual ha generado el hastío de las mayorías.
El progresismo se ha convertido en un espectro político con pocos matices, donde sus defensores se tornan en inquisidores de aquellos que se atreven a cuestionar sus verdades absolutas. Paradójicamente, quienes tienen las libertades y derechos individuales y colectivos en el centro de sus agendas son también los que propugnan la censura y la criminalización de la disidencia de ideas, además de la cultura de la cancelación. Ese fue el voto que también capturó Trump: hombres y mujeres de clase media baja, trabajadores a quienes poco movilizan las agendas progresistas globales y que votan en función de la urgencia de sus bolsillos.
Esta contienda deja una lección durísima para quienes nos identificamos como liberales, o si se quiere, de centro derecha-izquierda. Las ideas loables y profundas no son las que movilizan a las masas. Poco importan al ciudadano que no puede pagar las facturas, que no puede enviar a sus hijos a la universidad o que trabaja largas horas. La política electoral de estos tiempos no parece exigir grandes ideas; lo que se necesita para capturar el favor de los votantes son, quizá, pequeñas soluciones, y en eso, evidentemente, son más hábiles los populistas de uno u otro lado.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/