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El Y2k fue el primer fin del mundo que me tocó. Se decía que todos los computadores fallarían con el cambio de milenio. Que los sistemas de información colapsarían. Que después del 31 de diciembre de 1999 todo se vendría abajo. La historia que se hizo popular en mi colegio es que el cambio numérico de 1999 a 2000 produciría una falla en los servidores del mundo. Esa teoría, como la mayoría de las del desastre, era muy enredada, pero se propagó rápidamente. Yo tenía 10 años, era lector de Escalofríos, y sin entender muy bien el cuento de los computadores me dediqué a divulgarlo. Le decía a cuanta persona me encontraba (tíos, primos, amigos) que el cambio de milenio sería el fin del mundo. Ese día, cuando empezó a sonar “faltan 5 pa las doce” corrí a prender el computador que había en mi casa y- con dolor de estómago- me quedé mirando fijamente el reloj que había en la pantalla de ese Compaq blanco. En el conteo regresivo que acostumbraban en mi familia para anunciar la inminencia del nuevo año empecé a sudar y sentí nauseas. Pensé en mis papás y mi hermano y en que no quería que nada malo les pasara. El conteo llegó al grito colectivo de ¡Feliz año!, el reloj del computador y la fecha cambiaron a 12:01 am – 01/01/2000 y no hubo estallidos, ni saqueos, ni una pantalla negra con caracteres verdes bajando a toda velocidad, ni jinetes sobrevolando mi casa. Todo siguió como estaba.

El segundo que recuerdo fue el de los mexicanos. En 2012, ya no era un niño como en el Y2K, no leía Escalofríos y me había jubilado de divulgador del desastre. Según contaban, los mayas profetizaron que el 22 de diciembre, día del solsticio de invierno, el mundo se acabaría. La historia se basaba en que ese era el último día del calendario que hoy está en el Museo Nacional de Antropología de México. Las versiones iban desde impacto de un cometa hasta la inversión del eje terrestre (todavía no sé qué es eso). Mi segundo fin del mundo fue menos angustiante. Me refugiaba en la seguridad de la fe en la ciencia y el pensamiento racional (de ese que dicen es más propio de los chimpancés que de los humanos). Los agoreros del desastre me parecían unos charlatanes. Sin embargo, no puedo negar que ese sábado me fumé casi dos cajetillas y estuve pegado a las noticias porque ¿y donde los mayas tuvieran razón?…  Nada pasó.

El tercer fin del mundo que me tocó fue en 2018 otra vez en el país de Juan Gabriel. Andrés Manuel López Obrador era el candidato presidencial con más posibilidades de ganar y se profetizaba la hecatombe. Líderes de varios partidos políticos, entre ellos el PRI y el PAN, gritaban que una eventual presidencia de Obrador sería el apocalipsis. Que la economía iba a colapsar. Que habría hambre y desabastecimiento. Que su propuesta de aumento del salario mínimo llevaría a la inflación venezolana. Que los mayas se habían desfasado seis años pero que de ser electo tendríamos nuestro fin del mundo. Obrador ganó las elecciones, subió el salario mínimo cerca del 60% en los primero 3 años de su gobierno —un hecho histórico en un país en donde los aumentos del mínimo eran mezquinos— es el actual presidente, y el sol, mal que bien, todavía sale en Ciudad de México.

El cuarto lo estoy viviendo en Colombia este año. Algunos profetas del fin del mundo hablan de colapso, de apocalipsis, de caos. Se renuevan pasaportes. Se habla de venta de propiedades, de migración de inversiones e incluso de posibilidades de vida en otro país. Otros, más fatalistas, y que posiblemente auguraron el Y2K, hablan de desabastecimiento, de hambruna general y de dictadura. Dicen que se van a socializar los medios de producción. Que se va a eliminar la propiedad privada. Que el oro del Banco de la República va a fundirse para hacer zapatos Ferragamo. Que las calles serán rebautizadas con los nombres de políticos venezolanos.  Que no va a haber país.

Hasta este punto, y por fortuna, mi experiencia con los profetas del desastre es que se equivocan. Que sus teorías no terminan siendo ciertas. Que sus fines del mundo son más una proyección de sus miedos a lo desconocido —una aversión conservadora a otras maneras de hacer las cosas—, un sesgo del status quo, que una posibilidad real.

Ante este nuevo fin del mundo no tengo el miedo que tuve en el Y2K. Ya no soy un niño aficionado a los cuentos de fantasmas. Mi sensación es más la del fin del mundo maya, de episodios puntuales de incertidumbre, de ¿y dónde tengan razón los pregoneros del desastre? Y seguramente los próximos cuatro años voy a fumar mucho. Pero estoy convencido que otra vez no va a llegar, que el mundo no se va a acabar. Que en Colombia, pase lo que pase, el sol va a seguir saliendo después del 7 de agosto de 2022. Ya lo ha hecho muchas veces. Ojalá esta vez sí sea uno que salga para todos. 

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