El título es correcto. No es un encanto, es el encanto. Tiene varios, pero hay uno superlativo, sinigual. ¿Cómo uno de los deportes más aburridos en los juegos olímpicos es el más atractivo en sus competencias particulares, tipo Champions o mundial? Este tema, aparentemente trivial, puede ser de capital importancia en el futuro del fútbol, cuya historia es un triste viaje del placer al deber, como decía Eduardo Galeano.
Es cierto que, a los Olímpicos, nunca han ido a las selecciones absolutas (de mayores) de fútbol. Que el mercadeo, la publicidad y la difusión mediática del soccer son apabullantes; y que el poder y la organización de la FIFA, pese a sus mafias, es envidiable. Pero ni por aparte ni en conjunto son suficientes argumentos para demostrar por qué es el deporte más atractivo del planeta. Tiene que haber algo más. Y a fe que lo hay.
Por lo pronto, descartemos algunos de los encantos más citados: “la dinámica de lo impensado”, como lo llamó Dante Panzeri por imprevisible, o el gol, su éxtasis.
A menudo el fútbol convierte en posible lo improbable, desafiando a la estadística. Recordemos algunas proezas. En el “Maracanazo” del 50 los uruguayos remontaron el 0-1 del primer tiempo y sepultaron a 200.000 almas, a casa no regresaron sino cuerpos sin ningún aliento. En el mundial del 54, el “Milagro de Berna” fue aún más estruendoso: Alemania Federal ganó su primera copa mundo luego de imponerse 3-2 a una Hungría que la había goleado 3-8 en la fase de grupos y con la que perdía 0-2 a los ocho minutos de iniciado su reencuentro en la final. Instalados en este siglo, en la final de la Champions 2004-05, el Liverpool le puso reversa en 6 minutos a la vuelta olímpica que, desde el descanso y con un 3-0 a favor, ya daba el Milán de Maldini, Cafú, Pirlo, Kaká, Crespo y Chevchenko. Más recientemente, la remontada del mismo Liverpool al Barcelona en las semifinales del 2018-19 resultó humillante. Estas, entre otras hazañas, son bofetadas frecuentes del fútbol a la lógica. Pero eso no lo hace singular. En los demás deportes, ha habido gestas afines.
Ni siquiera sumercé el gol, summum del fútbol, con sus espectaculares golazos y su apellido hijueputa es su encanto mayor. La connotación erótica, recurrente en este deporte, hace frecuentes las comparaciones entre sexo y fútbol, entre orgasmo y gol. Palabras mayores. El de Maradona a Inglaterra en el 86 parecía múltiple, pues cada que burlaba a un contrario gemían los argentinos, sin distingo de sexo, y cuando el balón cruzó la meta, la explosión fue sublime. El tiro libre de Roberto Carlos ante Francia en el amistoso previo al mundial del 98 fue petrificante para todos los que lo vimos, empezando por el arquero Barthez que, por fortuna, no se tiró para no perderse el golaaaaaaaaaaaazo. La tantas veces fallida chilena de Cristiano Ronaldo tuvo su recompensa en los cuartos de final de la Champions 2017-18 ante la Juventus de Buffon, demostrando que con perseverancia también se llega… a lo más alto. Punto aparte merecen el Kamasutra de Messi –que a menudo lo reinventa- y el del insaciable Pelé, rey indiscutible del fútbol. Sin embargo, el gol tampoco hace la diferencia. Hay algo más de especial, incomparable e inigualable en el balompié.
La clave está ahí, en su nombre, balompié. En Fútbol desde la tribuna: pasiones y fantasías, la socióloga Beatriz Vélez lo sintetiza como nadie: “el fútbol fascina por lo insólito de su misión, proscribir la mano y prescribir el pie… La espectacularidad del acoplamiento pie-balón, lleva a los espectadores, así sea por instantes, a soportar la monotonía del juego”.
Tal vez lo más propio de la condición humana sea desafiar nuestra misma naturaleza. Vivimos inconformes con ella y entonces anhelamos llegar “más alto, más fuerte, más lejos”. De ahí que hayamos creado una suerte de segunda naturaleza: la cultura. En, con y por ella subvertimos el orden establecido. En el fútbol se desafían las leyes de la anatomía, la física y la fisiología. La motricidad fina se desliza de las manos a los pies para convertir en virtudes sus limitaciones. Equilibrio del cuerpo en otras actividades, los pies son el desequilibrio en el fútbol. La excepción, valga la salvedad, está en el aguafiestas del arquero y en su cometido de evitar el gol.
Como otras relaciones de amor, la del pie y la pelota es complementaria y antagónica a la vez, placentera y tormentosa. Coquetean incesantemente y, a veces, hasta copulan, provocando euforia en los espectadores. Asir “la caprichosa” no es tarea fácil. Su naturaleza es indómita. Los elegidos del olimpo, sin embargo, la atraen, a veces fatalmente para sus adversarios. Según Eduardo Galeano, Maradona llevaba la pelota atada al pie, mientras Messi (más avezado) la lleva adentro del mismo, en una relación simbiótica, inverosímil físicamente. Cuando se desprenden de ella, suelen ponerla “como con la mano”, a sus compañeros o en la red.
El fútbol de ahora, más deber que placer, más negocio que juego, más atlético que lírico; escaso de gambeteadores y abundante en peloteadores, está perdiendo su esencia, acabando con su encanto y comprometiendo su futuro. Bien le vendría revisar, cuanto antes, sus fundamentos antropológicos.