El cura que se hizo querer de todos

La noche en que el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio salió a saludar a la Plaza de San Pedro convertido en Francisco I, lo hizo sin los atuendos, las joyas o las coronas que durante siglos lucieron sus predecesores. Vestía únicamente su sotana blanca, la cruz de plata que llevaba al cuello desde que era seminarista, un anillo sobrio y los zapatos negros de cuero remontado. Ahí comenzó su revolución: con esa pieza comunicacional tan auténtica que, de haber sido planeada, jamás habría tenido el mismo efecto. El nuevo papa le dijo al mundo que era, como lo fue Cristo, uno más entre iguales. Recuerdo el revuelo que provocaron ese y otros comportamientos que se hicieron habituales durante su pontificado: saltarse el protocolo, besar los pies de los presos, saludar a los niños, recibir personalmente los obsequios. Bergoglio nunca dejó de ser, a pesar de su poder, un cura bueno y querido. 

No soy creyente en Dios ni practico religión alguna; soy ateo. Con la muerte de Bergoglio —o, mejor dicho, de Francisco— no siento haber perdido un líder espiritual, pero sí experimento la angustia sobrecogedora de un mundo que ha perdido a un líder humanista, compasivo y coherente. Francisco fue, en tiempos de autoritarismo, populismo y fragilidad democrática, un resquicio de resistencia, una esperanza, un faro ético y estético.

La estatura moral de Francisco no la alcanzó ninguno de los líderes mundiales con los que compartió época. Ninguno de los jefes de Estado contemporáneos gozó de su nivel de influencia: una influencia derivada íntegramente de su coherencia. Por el origen de su mandato y su estilo de gobernanza, Francisco ha sido, por lejos, el ser humano más influyente de este siglo. Su impacto trascendió a los 1.400 millones de fieles que profesan la religión católica. Su voz gozaba de legitimidad incluso entre devotos de otras confesiones, agnósticos y ateos.

Jorge Bergoglio asumió el timón de una Iglesia en crisis, deslegitimada y bajo ataque. La corrupción, la pederastia, el dogmatismo, el fundamentalismo, la exclusión de comunidades, la incapacidad de llegar a las periferias y el discurso anacrónico alejaron a millones de la fe. Por eso, desde su elección del nombre —inspirado en san Francisco de Asís, quien según el relato eclesiástico recibió el llamado de reconstruir una Iglesia en ruinas— hasta su austeridad, carisma y defensa de las causas contemporáneas, todo en él fue símbolo y acción. Eso era lo más valioso de este pontífice: la sinfonía entre discurso y práctica.

Este papa se acercó a los jóvenes con un lenguaje como el suyo, hablaba en español, bromeaba, hacía analogías con el fútbol, respondió a las demandas de su tiempo, dio la comunión a los divorciados, bendijo a parejas del mismo sexo, respetó las diversidades, protegió a los pobres y migrantes, defendió el medio ambiente con encíclicas como Laudato Si’, enfrentó con decisión la corrupción y la pederastia dentro de la institución y soportó con temple los ataques de la curia ultraconservadora. Fue un unificador de los pueblos, un instrumento de paz en tiempos de guerra, un hombre de amor en un mundo de odios.

Francisco deja un vacío enorme entre sus fieles, pero su mayor ausencia se sentirá en un mundo en crisis, en una época de locura, en una humanidad sedienta de liderazgos auténticos, eficaces y transformadores, hoy gobernada por señores de la guerra y adoradores del dinero, creadores de enorme sufrimiento humano y ambiental. Un mundo sin Francisco es un mundo menos humano, más indefenso, a merced de quienes nos conducen hacia el abismo.

Ojalá la Iglesia no pierda la brújula que él supo afinar, y el nuevo pontífice, lejos de traicionar su legado, sepa continuar su tarea: construir puentes, sanar heridas, sembrar esperanza y recordarnos, en medio de la oscuridad, que siempre existe un camino hacia la dignidad y la compasión.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/

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