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“Todo el pueblo bailaba sin parar debido a la locura y la pobreza. Empujados por el ansia de alegría.” Verano. Ali Smith.

Llevo varios años alimentando pájaros, contemplándolos para aprender sobre su comportamiento y para llenarme de alegría y de belleza. Sus conciertos, sus colores, los dibujos de sus vuelos para llegar hasta el plátano, la manera en la que acumulan fruta en el pico para llevar a sus nidos, la fila que hacen sobre las hojas de los árboles cercanos, la vigilancia para evaluar peligros, la forma en la que se esperan unos a otros cuando llegan en pareja, así me alimentan ellos a mí. Los pájaros están simplemente viviendo, siendo pájaros, pero mi mirada y mi experiencia se nutren profundamente de su esencia, de esas otras formas de vida.

Este fin de semana me visitó una nueva especie, una tangara negra que tiene una línea blanca en el hombrito. Un detalle que, maravillosamente, se repite siempre en los machos. Me sorprendió verla entre las aves que se han vuelto parte de mis días y pensé en ello como una ilusión: la de la posibilidad de seguir expandiendo la mirada a partir de la riqueza y la belleza por conocer. Así fue hace dos años en la época de las aves migratorias, cuando vi por primera vez al turpial de Baltimore, y ahora mis octubres abrazan una ilusión aún más honda. Qué colores y qué cantos traerán.

Veo volar los pájaros atravesando los cielos, viajando miles de kilómetros en busca de mejores condiciones sin los muros de los hombres, y pienso en esos hombres que han levantado muros para sí mismos. Siento un puñal afiladito cada vez que oigo la ligereza con la que tantos colombianos mencionan a un venezolano como excusa para sus males. “No vienen a usurpar nuestra casa, sino a levantarla con sus manos, igual que ya trabajan con sus manos la tierra que nosotros hemos abandonado, y cuidan y visten y desnudan con ellas a los ancianos de los que nosotros no tenemos tiempo de ocuparnos”, escribió Antonio Muñoz Molina sobre inmigrantes africanos y latinoamericanos en España, y agregó: “Un emigrante al que se le ofrece una oportunidad es una fuerza de la naturaleza. (…) Quién sabe qué cualificación tiene, qué habilidad, qué talento posible ese muchacho africano reducido a vender pañuelos en una esquina”.

Si supiéramos que han cargado mascotas y compartido la única comida del día con ellas atravesando la selva tras la muerte de la madre, de la esposa, reprimiendo las lágrimas que inundan el cuerpo para intentar llegar a alguna parte que no sea el infierno. Si supiéramos que eran ingenieros, médicos, o soñaban con serlo, y que donde estaban el camino se cerró. Si oyéramos sus historias y viéramos sus colores y el dibujo de sus vuelos y oyéramos sus conciertos y viéramos cómo se esperan unos a otros, a pesar del hambre compartido. Si nos conmoviéramos, seríamos más hondos y más ricos.

Vi un video de un restaurante chino al que entra un hombre negro y pide la comida en mandarín. Incrédulos, los empleados se emocionan tanto, que lo felicitan por su dominio del idioma, le regalan el pedido y le dicen: “eres de los nuestros”. Es fácil envilecer al diferente cuando el propio horizonte es muy corto. En cambio, cuando se han cruzado fronteras y oído lenguas, cuando se ha comprobado con la propia piel que somos los mismos, el lazo que une emociona y se nutre de la diversidad.

Cada que veo pájaros acumular alimento para llevar, imagino a sus bebés en el nido. Imagino porque hay que imaginar para amar desde las entrañas. Porque nunca estaré en el país de origen del inmigrante ni a su lado en el camino para ver los destrozos de su vida, sino que al cruzármelo unos segundos o conocer detalles de su historia debo imaginarla, como hago cuando leo y algo dentro se mueve. Así como esperas que la compañera de tu hija enferma imagine su dolor y sea compasiva.

Existen recursos para humanizar la mirada. Antes de nombrar o juzgar a alguien por su origen, su color, la sencillez de su apariencia o sus pertenencias, levantemos los ojos hacia los pájaros que cruzan libres los cielos, hacia la enormidad del firmamento, nuestra pequeñez compartida, y sepamos que nos diferencia una peca prácticamente invisible, pero una peca llena de posibilidades y belleza.

Contó Manuel Vicent en una columna: “Hubo un sabio que fue condenado a muerte por blasfemo porque proclamaba que era más grande que Dios. El presidente del tribunal que lo juzgaba le gritó: ‘Nada es más grande que Dios’. El sabio contestó: ‘yo soy nada, señor’.”

Somos nada, entonces imaginamos y perseguimos lo imaginado por las selvas más oscuras. Siempre, en busca de alegría.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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