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Ingenieros, economistas, abogados, doctores y administradores. Politólogos, psicólogos, comunicadores sociales, mercadólogos y físicos. En Colombia, las universidades reciben estudiantes con un desorden intelectual terrible para arreglarlos. Personas que piensan que pueden pensar más allá de una sola disciplina, que se atreven a entender muchas cosas a la vez. Y, por la gracia de nuestro sistema de educación superior, salen profesionales con un título para siempre adscrito a su nombre para cualquier descripción de su persona. Una categorización salvadora para la imposible confusión que es entender qué puede hacer un ser humano.
Salen, después de cinco años de estudios «intensos», unos profesionales que, puestos a trabajar en sus áreas —los estudiantes nunca se atreverían a desviarse del camino que escogieron a los 17 años— pueden cumplir con todas las funciones que promete su título (eso es, si encuentran trabajo). Los ingenieros correrán a los sitios de construcción, a los planos y los modelos. Los economistas correrán a los centros de impresión de billetes (a apagarlos), a los bancos centrales y a las ONGs. Los politólogos se lanzarán de inmediato a un cargo público para poder ejercer su oficio. Y cómo olvidar a los comunicadores sociales, quienes correrán a las plazas públicas a entregar su implacable capacidad de oratoria a cualquier inocente transeúnte.
Nuestro sistema de educación crea seres formados, completos. Sellados ante las confusiones y la horrible mezcla que podría causar a un cerebro aventurarse en cualquier otra disciplina en materia profesional. Además, ¿cómo no pensar que lo más lógico es describir a una persona (etiquetarla con el verbo “ser”) por la decisión que tomó saliendo del colegio? Recuerden: el aprendizaje no es continuo, termina con ese grado a los veinte y pico de años. O, por lo menos, acaba con su chance de cambiar el título adscrito a su nombre hasta el día de su muerte.
Nuestra concepción de la educación superior es tan arcaica como en los pueblos donde estaba el artesano, el herrero, el sacerdote y el soldado. Condenados al oficio de sus viejos, y de los viejos de sus viejos. Pero, en este caso, en vez del viejo de su viejo, es de su ser adolescente, que por un seminario vocacional terminó en derecho, economía o finanzas. Y por eso, aunque no lo practique, aunque queme su choza y trate de erradicar su diploma, para siempre tendrá que contestar la pregunta, en toda entrevista de trabajo, ¿tú qué eres? Y dirá, resignado: ingeniero civil, aunque la entrevista sea para ser profesor de yoga.
Entonces, ante semejante promesa de conseguir un apellido tan permanente como su paterno, ¿por qué desistirán los estudiantes de incurrir los costos de la educación superior? Los que optan por la universidad privada solo tienen que pagar lo mismo que valdría montar una empresa. Los que prefieren la universidad pública solo tendrán que aplazar su graduación por los inevitables paros. Todos, y ambos, y cualquiera, tendrán que entregar cinco años de su vida, y confiar su cerebro —que está en su momento ideal para razonamiento avanzado— a los currículos antiguos, eternos y prístinos (pues nadie se atreve a cambiar Cálculo I) de las universidades.
¡La propuesta de valor es imbatible! Estudia cinco años (no importa la complejidad de tu carrera), para conseguir un título que te abre puertas, pero no te enseñará a hacer tu trabajo (nótese cómo no he mencionado a los médicos), y que te condenará eternamente, como un apellido, no solo a que los otros entiendan qué sabes hacer, sino qué eres. Y la mejor parte: estamos convencidos de que el sistema que tenemos debe seguir como ha sido, precisamente porque viene siendo lo que es.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/