Tengo dos consejos favoritos. El primero, viene de esas personas desconocidas que pretendemos conocer a través de las letras. De uno de esos genios, a quien lo mató precisamente eso, su genio, o más bien, por ser cándido, se colgó: “todos veneramos algo, lo único que está en nuestras manos es qué veneramos”, decía. Mi segundo consejo favorito me lo regalaron mi abuelo y mis padres en una carta que mi colegio les hizo escribirme en mi último primer día de bachillerato. Era una celebración arbitraria pero amorosa que solía hacerse. En sus cartas, sin darse cuenta, coincidieron en el mensaje que me querían dejar. No sé si se enteraron de la casualidad. En resumen, entre todo el cariño y el amor, me dieron una recomendación: “no sucumbas ante la trampa del aplauso”.
David Foster Wallace, el autor del primer consejo y con quien, lo admito, ando obsesionado, soltó la primera de estas pistas cósmicas en su discurso “This is Water”. Su consejo apunta a dos cosas, digamos que parece tener dos suposiciones en su base. Creo que, de manera existencial, admite nuestra absoluta necesidad de algún tipo de significado. Una razón de ser. Darnos un motivo por el cual contrarrestar el sufrimiento que va ligado a la vida. Esto me recuerda a un grupo, de esos que solo nacen en Estados Unidos, llamado el “Voluntary Human Extinction Movement”. Su fundador, Les U. Knight, proclamaba dos razones por la existencia de su movimiento, al cual lo llamaba “VHEMT”-la T la había añadido para que cuando lo pronunciara sonara vehemente, que porque “así eran los miembros de la asociación”-. La primera, la más superficial de las dos, apuntaba a que nuestra especie se había vuelto incompatible con la biósfera. La segunda, la hermana nihilista y quizá la más interesante, clama que la extinción es la única manera de acabar con el sufrimiento humano. Knight, quizá desafiando a Wallace, no creía que nuestras veneraciones (ni nada) justificaban lo que él veía como un sufrimiento innecesario en nuestra condición.
Lo que me parece interesante, es que, Knight, perdiendo la batalla desde que fue un humano, veneró tanto nuestra extinción y sus dos razones, que nunca se dio cuenta que esa misma batalla fue lo que le permitió justificar su existencia. Y con ella, el sufrimiento que tuvo.
En esa pequeña recomendación, que es fácil citar y explicar pero que es mucho más difícil llevar plasmada en la frente, encuentro algo que apacigua nuestras falencias como especie. Humaniza esa atadura existencial a algo. Sea el dinero, la familia, un dios, el poder, la belleza o nuestra imagen. Pero, a pesar de humanizarla, advierte, cómo nuestras veneraciones también nos esclavizan. Que hay que tener mucho cuidado con esa segunda parte de la oración. Ojo, lo único que podemos hacer es escoger.
El segundo consejo, que para mí viene con la ternura familiar que pueden impartir los padres y especialmente los abuelos, no trata de resolver ese espacio astral e intangible de los significados. Habla un poquito más de nuestro propio fundamento. Trataba de recordarme en no dejar que mi vida se fuera en la búsqueda de las felicitaciones. En admiraciones fútiles y contrarias que llegan por ser alguien que deja de ser. Me invitaba a vivir mi vida por mí, no por ellos. En hacer lo que amaba no porque me fueran a amar, pero porque amaba hacerlo. A no tomar decisiones porque son populares -mi padre dice mucho que la lista de Top 10 de Netflix es la lista de lo que no hay que ver- pero porque son buenas. Creo que no solo se trata en las acciones como tales, pero, en vez, el impulso que las carga. Las intenciones, como les dicen.
Recuerdo cuando apliqué para una beca -que no me gané- en mi universidad. Mis padres estaban entusiasmados con la ayuda financiera que la beca nos podía regalar y lo que sería la consolidación, ya sin peros, de que me podría venir a estudiar a Ámsterdam. Pero recuerdo que, mientras escribía la carta explicando por qué me merecía esos euros más que todos los otros aplicantes, yo, de manera egoísta, me soñaba poder soltar la frase: “estudio becado en Ámsterdam”. O aún mejor, “estudié becado en Ámsterdam”. Un para siempre en mi historia, que impresionaría a todo aquel que me conociera (eso pensaba yo). Una beca que más que una ayuda o un apoyo, parecía un título. Quizá por eso no me la gané. Los consejos son fáciles de repetir, pero son difíciles de aplicar.
Quería que estas pequeñas recomendaciones sirvan como una guía para lo que escribiré en esta oportunidad en No Apto. De ellos saco dos postulados, más para mí que para usted que me lee. Tenga cuidado con lo que veneran estas letras. Con qué decido llenar el pozo de mi dependencia, por lo menos en este espacio. El segundo, es que escribiré lo que tengo que escribir, no lo que me regale likes, retweets, y al disgusto del dueño de esta plataforma, visitas. No deseo, querido lector, que me apruebe, ni que me admire. En esta conversación asincrónica, donde escribo antes de que lea y lee después que escribo, espero que encontremos un espacio común, humano, cándido y reflexivo. Veremos a dónde nos dejan.