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Lo primero que dije cuando acepté escribir para este medio fue: “No voy a opinar de política”. Más específicamente: “No voy a hablar de ningún político”. Pero siempre termino regresando a mi esencia, a lo que soy y en lo que creo. Y lo cierto es que me es imposible quedarme en silencio en este momento electoral de Colombia.
Recurro a la calma cuando el ruido de afuera me impide escucharme y necesito entenderme, ordenar mis pensamientos, aclarar la mente, buscar las respuestas, porque las preguntas llegan. Pero cuando no tolero una noticia falsa más o una calumnia sobre alguien, aunque no sea el candidato de mi preferencia, no puedo mirar hacia otro lado. No puedo callarme.
El domingo pasado dos cosas me quedaron claras, por lo menos esa es mi lectura: el país está pidiendo un cambio, aunque sea a las patadas. Incluso si eso significa elegir entre un soberbio loco disfrazado de independiente (que en Medellín bien conocemos esa palabrita) o un tipo que propone un cambio criticando la clase política tradicional, al mismo tiempo que lo acompañan personas cuestionables que hacen parte de ella. Que haya sido del M-19 me tiene sin cuidado, creo firmemente en la reconciliación, los procesos de paz y las desmovilizaciones.
En la consulta del 13 de marzo voté por Alejandro Gaviria, quien hace unos días anunció su adhesión al Pacto Histórico no sin antes analizar el panorama electoral, la realidad del país, y hacer críticas y mencionar sus preocupaciones sobre este proyecto político. Mi voto, el 29 de mayo, fue por Sergio Fajardo, quien parece sentirse más afín a la candidatura de Rodolfo Hernández. Están en conversaciones, como él mismo ha dicho, y lo más probable es que llegue allá.
La política es dinámica, es lo primero que uno debe tener claro cuando da un voto que, no es más que el símbolo de una confianza depositada en el otro, en ese que deseamos que nos gobierne. Pero el dinamismo no siempre es oportunismo, como muchos lo llaman. Es también la posibilidad de recorrer nuevos caminos, de pensar diferente a lo que se creía, de considerar otras certezas, de abrir el diálogo con sectores que parecían lejanos, pero que al final buscan lo mismo: el bienestar de la mayoría.
Tenemos que dejar de creer que los proyectos políticos son perfectos y justos en su totalidad. Es una utopía. Y deberíamos empezar a mirar qué hay más allá de un nombre, de una ideología, de unos cuantos trinos o declaraciones en radio. Los políticos son personas, y cada una de sus versiones sigue constituyendo un todo, pero no olvidemos que la libertad de elegir es también la libertad de cambiar, de recalcular y de continuar andando, muchas veces con posturas enfrentadas o disonantes.
Por mi parte, no me arrepiento de ninguno de mis votos este año. Sigo creyendo en que el centro es la mejor opción para el país, lástima que solo 900.000 personas creemos en eso. Mi admiración por Alejandro Gaviria, su dialéctica, sensatez y su capacidad de unir sectores no cambia por su decisión de apoyar a Gustavo Petro y Francia Márquez. Por el contrario, me reafirma esa idea que tengo de que tenemos que dejar de esperar un modelo impecable que satisfaga cada individualidad. Con Sergio Fajardo disiento en muchas cosas, nunca me ha gustado su tono grandilocuente, su demagogia y exceso de confianza, aun así anhelaba que fuera el presidente. Los fanatismos por los políticos —tanto de odio como de adulación— me producen temor, y lo digo yo que fui fanática del expresidente Álvaro Uribe, y opositora férrea de Fajardo.
No es tiempo para las tibiezas, hay que tomar postura, evidentemente, pero lo haré dinamizando las ideas, ponderando aquello en lo que creo, lo que considero justo, apropiado, realizable, correcto. Desde una posición humanista, que es la que privilegio. No adulando ni odiando a nadie.
Hoy recurro al silencio y a la quietud —y por supuesto a las letras— para escucharme y decidir, ya veré qué marco el 19 de junio.