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Tengo un nombre, claro. Pero ahora mismo soy nadie, aunque he sido multitudes. Morí ya muchas veces, tantas que perdí la cuenta. En el desierto o en medio de la selva, solo o en compañía. Pero, si nadie se da cuenta, ¿realmente morí?
A veces es evidente. Pasó cuando fui un niño sirio y me llamaba Aylan Kurdi. Decían todos que parecía dormido mientras las olas del Mediterráneo me enterraban en la playa, pero no, estaba muerto. Aquella vez hubo mucha gente indignada, pero ya ven, sigo muriendo.
La más reciente —o la última en salir en las noticias— fue hace nada. Morí deshidratado y famélico, mientras me bamboleaban las olas del mar. Salí de alguna costa de África, venía de Mauritania o de Malí, qué más da. Señala tú en el mapa al azar y quizá aciertes con un territorio en guerra, o en uno donde ya no queda agua para calmar la sed, o en uno donde reine la venganza de los ganadores y la rabia de los perdedores. ¡Qué más da!
Quería llegar a las playas de alguna de las islas del archipiélago de Canarias. Me encontraron descomponiéndome a bordo de lo que llaman patera, cerca de la costa del estado brasileño de Pará, a más de cuatro mil kilómetros de distancia. ¿Qué parte de mí habrá sabido que esa cantidad de agua que me rodeaba estaba cada vez más lejos de mi destino?
Me hallaron a mí a otros ocho como yo. O a otro ocho que también fui yo, mejor. O veinte, quizá, porque expuestos al sol y al salitre ya no se sabe cuántos éramos. O cuántos fui.
Salí de Mauritania, conté, hoy soy africano. Pero he sido sirio, afgano, somalí, ghanés, venezolano, haitiano, colombiano…
A veces camino por la selva, atravieso ríos o salto muros. Esta vez subí mis angustias y esperanzas a un bote de unos 12 metros de largo —de eslora, le dicen los marineros—, pintado de blanco su casco y de azul su interior. Zarpamos. Perdimos el rumbo. Sí, sabía que esa era parte de la apuesta.
Hay quien dice que estuvimos más de un mes a la deriva. Eso les cuenta mi piel pegada a los huesos, la falta de agua en mis tejidos. Me volví un fantasma que flotaba en el Atlántico. También he sido —sigo siendo— un espectro momificado en el desierto de Sonora, un espanto que se comió la vorágine en las selvas del Darién, comparto las arenas del fondo del mediterráneo con trirremes y galeras.
Sé, pero no puedo contarlo aquí, cuáles fueron las palabras del primero de nosotros que perdió la esperanza. Recuerdo, pero me es imposible describir con detalle, la luz vacía en los ojos del primero de nosotros que no respiró más o los del último en escrutar el horizonte antes de rendirse ante la evidencia. Quizá yo fui todos. ¡Qué más da!
Lo volveré a intentar mil veces más, moriré mil veces más. Qué le vamos a hacer si es este el mundo que nos tocó en suerte, el del colonialismo que dejó instalados los escenarios de nuestras guerras; el de los intereses económicos que nos condenaron al olvido y la pobreza; el de la desigualdad y el derroche que nos hace correr hacia el abismo con la idea de poder saltarlo.
Viajaré de nuevo, sin documentos, andaré caminos difíciles, sortearé amenazas que considero menores a las que dejo atrás. Y sé que al otro lado no estará Shangri-La, sé que nadie me estará esperando, que me rechazarán y querrán cerrarme las puertas, que instalarán alambres de púas para que me detengan, que dictarán normas para negarme oportunidades. Sé, también, que me culparán de males que no viajaron conmigo, pero que les recuerdo. Soy el rostro del mundo que quieren olvidar. No hace falta recordar las palabras con las que se abandona el paraíso, pero lo que tengas que decir, dímelo ya, que puedo morir después, cuando me vuelva migrante.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/