El avión aterriza en el aeropuerto internacional Germán Olano. Voy desde Medellín en un vuelo directo de una hora y media. Todavía un poco somnoliento miro por la ventana del avión y veo el cielo despejado y azul. En la pista hay un par de aviones esperando autorización para el despegue: uno de Lufthansa, que normalmente vuela a Frankfurt, y otro de Delta, que se dirige a alguna ciudad de Estados Unidos. Acabo de llegar a Puerto Carreño, la capital del Vichada y de la Orinoquía colombiana. Llamamos Orinoquía a los llanos orientales, y eso nos hace pensar en una tierra de llanuras homogéneas. Sin embargo, en la región existen 156 tipos de ecosistemas naturales, decenas de ríos como el Meta, el Arauca, el Bita, el Tuparro y, obviamente, el río que le da nombre a la región: el Orinoco. Su diversidad es maravillosa. Se han identificado 4.899 especies de plantas; 1.300 de aves; 1.000 de peces; 250 de mamíferos; 100 de anfibios; 119 de reptiles; 52.700 de insectos; y 4.800 de hongos. Hoy, nuestra Orinoquía es muy diferente a lo que era en la época de la pandemia…
Han pasado 40 años de la pandemia del COVID-19 y de la cumbre de Cambio Climático de Glasgow. Con las políticas acordadas, previas a la cumbre, se estimaba que la temperatura del planeta iba a aumentar unos 2,9 grados Celsius para el año 2.100, trayendo consecuencias desastrosas para la mayoría de los países tropicales. La deforestación no se detenía y se perdían unos 5 millones de hectáreas de bosques todos los años, la mayoría de ellos de bosques tropicales. Solamente en Colombia, se talaban unas 200.000 hectáreas de bosques en un año. Como humanidad, habíamos llegado al punto de no retorno: o actuábamos para frenar el calentamiento global o las consecuencias serían aterradoras.
Sin embargo, había otro problema igual de importante: la alimentación. Cerca de 811 millones de personas padecían de desnutrición en el mundo: en Latinoamérica, esa cifra era de 60 millones. Según la FAO, por cada dólar invertido en mejorar la oferta de micronutrientes a nivel global, el mundo podía ahorrar 13 dólares en salud. Colombia decidió ser un país relevante en la solución de ambos problemas. Nuestras condiciones de luminosidad, temperatura, precipitaciones y recursos hídricos proveían muchos beneficios para el desarrollo agropecuario. Nuestra biodiversidad y nuestros sistemas de bosques debían ser conservados.
Entonces, nos acordamos de nuestros Llanos Orientales. Doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados que teníamos olvidados. Un área superior a la de un país como el Reino Unido que no estaba en nuestros planes. Unas tierras que, como nunca nos interesaron, estaban libres de intereses políticos. No fue gracias a la izquierda, al centro o a la derecha. No. Fue un acuerdo más grande, fue un acuerdo de todos. Escogimos apostar por generar las condiciones que incentivaran la inversión del sector privado nacional e internacional: diseñar normas claras en titulación y uso de tierras, normas que no favorecieron la acumulación, sino la explotación sostenible de las 4.3 millones de hectáreas aptas para el desarrollo de actividades agropecuarias y forestales. Establecimos políticas públicas que fomentaran la conservación de los recursos naturales y el turismo ecológico, promovimos tanto la agricultura a gran escala como a pequeña escala, incentivamos el uso de la tecnología, construimos vías terrestres y férreas, y habilitamos la navegación fluvial por el río Meta, permitiendo conectar la región con el centro del país y el Pacífico colombiano.
Gracias a lo anterior, logramos que la Orinoquía colombiana fuera reconocida en todo el mundo por integrar la agricultura, la reforestación y el turismo con la agenda de cambio climático. Le dimos continuidad a la minería y a la industria petrolera, pero siempre priorizamos la conservación del agua y de la biodiversidad ante cualquier proyecto extractivo. Creamos cientos de miles de empleos bien pagos para colombianos, venezolanos, y para ciudadanos de cualquier país del mundo con permisos de trabajo. Aunque tuvimos muchas dificultades logramos crear un círculo virtuoso donde todo el ecosistema social y de negocios no paró nunca de evolucionar.
Las principales universidades del país siguen ampliándose, sus centros de investigación y sus programas alrededor de las ciencias sociales y naturales crecen permanentemente. Recibimos cientos de millones de dólares todos los años por la venta de bonos de reducción de emisiones de CO2, por cuidar nuestros ríos y bosques. Turistas de todo el mundo aficionados a la pesca y al avistamiento de aves y especies nos visitan. Generamos energía por fuentes solares o a partir del aprovechamiento de biomasa y la distribuimos no sólo en Colombia, sino también en Venezuela.
A gran escala producimos maderables, maíz, arroz, palma de aceite y soja que despachamos por tren al interior de Colombia, o por barco a través del rio Orinoco hacia Norteamérica y Europa, porque recordemos que Puerto Carreño es el puerto colombiano más cercano a Europa. La ganadería se desarrolla usando técnicas silvopastoriles. Existen miles de microempresarios que producen marañón y miel con denominación de origen para exportar a todo el mundo. Las comunidades indígenas conservan sus reservas y cumplen un rol clave en la conservación, restauración y el manejo sostenible de los ecosistemas. Es increíble lo que estamos logrando.
– ¡Despierta Alejandro, despierta!
Suspiro y me preguntó: ¿Cuándo dejará de ser la tierra del olvido?